lunes, 21 de diciembre de 2009

El Niño Charro



En mi pueblo había un chico que cantaba. Eso no es nada raro, siempre han existido - y existirán - niños cantores. Ellos, al ser chiquitos, son más caraduras o inconcientes, y no les importa mucho mostrarse en un escenario, si eso les significa algunos aplausos o simplemente una golosina. Pero ocurre que este que yo digo, el niño de mi pueblo, cantaba muy, pero muy mal. Era un desastre, pobrecito. Encima era feo, que si es una culpa no es propia, pero en este caso le agregaba dramatismo al martirio de escucharlo berrear. De algún modo que no entiendo, él, y todo mi pueblo, estaban convencidos que cantaba muy bien, y era un niño prodigio que el destino había depositado en nuestra humilde e intrascendente aldea, con el tremendo y secreto designio de instalarla en la historia universal de la música.
En cada fiesta escolar, fecha patria o acontecimiento destacable que se festejaba, ahí estaba él, como número principal, orgullo de la población. Digo orgullo, porque, repito, al escucharlo todos parecían hipnotizados o hechizados y aplaudían rabiosamente y comentando entre sí: - Este chico tiene que grabar.
¿Grabar qué? ¡Por Dios! ¡Grabar las paredes de un calabozo!
Para colmo, por si lo narrado fuera poco, Ismael, que así se llamaba el pequeño virtuoso, cantaba temas mexicanos, con esos falsetes altísimos que él (y todos, menos yo) creía que le daban la oportunidad de lucir sus ilimitadas dotes. Pegaba unos gritos horribles, parecía que lo estaban castrando y, a la distancia, recordaba los estridentes carneos de invierno. Pero él seguía cantando.
Como esos temas mexicanos le salían tan bien, alguien le hizo hacer un trajecito de charro, de satén negro, con bordados dorados en los costados de las mangas y los pantalones. Por supuesto, con un sombrero de ala bien ancha, que lo favorecía un poco cuando bajaba la cabeza y le ocultaba el rostro, aunque no mejoraba en nada la afinación.
Unos guitarreros locales, los mejores de la zona, se ofrecieron, (o fueron convencidos) para acompañarlo. Y eso es lo que hacían, acompañarlo; pero no a la par, aunque lo intentaban. O iban más adelante o más atrás. Nunca en el mismo tono, Ismael se empeñaba en cambiarlo en cada estrofa o modulación. Y mucho menos en el ritmo, que ondulaba pasando de corrido a ranchera sin previo aviso ni necesidad.
A esa edad, entre los ocho y los doce años, a veces se crece mucho. Se crece de alto y de ancho, por desgracia no siempre en virtudes. Ismael creció bastante, pero… su traje no. Las últimas veces en que lo vi actuar, transpiraba apretado en ese saco que de algún modo le habían colocado, con esas mangas mezquinas y esos pantalones bombillas, que le dejaban el tobillo flaco y huesudo a la vista, anticipando o quizá presintiendo el look que años más tarde eternizaría Michael Jackson.
Pero bien dicen que nada es para siempre. De pronto, de un día para otro, sin que nadie lo notara, Ismael desapareció (o dejó de aparecer) de los escenarios festivos, y en muy poco tiempo, mucho menos que el que había necesitado para hacerse famoso, el pueblo dejó de hablar de él.
Pasaron los años, la vida lleva y trae, y a mí, circunstancialmente, me llevó lejos de mi pueblo, a otra provincia, distinta en costumbres y paisajes. Una mañana de invierno, junto a un amigo, concurrí a una doma de potros que se realizaba en un paraje cercano. Llegado el mediodía, el hambre y el humo de los chorizos, comenzó a guiarnos hacia una cola de gente, tan o más hambrienta que nosotros. Cuando nos llegó el turno, el hombre que atendía me miró y me preguntó:
- ¿Con chimichurri o sin chimichurri?
Me quedé mirándolo, mientras él sostenía en la mano el pan cortado y abierto. Era él, era Ismael, el niño prodigio de mi pueblo. Un poco más viejo y maltratado, y hay que decirlo, un poco más feo. Pero era él.
- ¿Vos sos Ismael? – le pregunté.
Asintió con la cabeza mirándome y tratando de identificarme.
- Yo te conozco de chico – le dije -. De cuando cantabas mexicano…
Sonrió con algo de tristeza y con un tono que yo entendí de vergüenza, dijo:
- Ah, ¿usted es de mi pueblo? ¿Cómo están todos por allá?
Hablamos muy poco, apurados por los que esperaban para comprar sus choripanes. Antes de despedirme, un niño de rasgos familiares se le acercó y le tomó el pantalón.
- Mi hijo – dijo él, con tono orgulloso -. Tiene tres años y ya está empezando a cantar. Canta mexicano, como yo. Cuando vaya, en el verano, lo voy a presentar allá, en el pueblo. Los que se quedaron con ganas de escucharme a mí, ahora lo van a tener a él, se queda a vivir allá, con los abuelos, y dice que quiere ser cantor. Si él lo dice, hay que dejarlo, ¿no le parece?
…………………………………………….
El verano ha llegado y otra vez estoy en mi pueblo. Es de noche y hace calor. Estoy en la terminal de ómnibus, pisando y pateando cascarudos y esperando a un pariente que llega a pasar las fiestas de fin de año con mi familia. De pronto, entre tantas caras de dormidos, lo veo. Es él, es Ismael, con su niño de la mano, caminando sonriente hacía mí. Me saluda y me cuenta que ha decidido venir a radicarse nuevamente aquí, para dedicarse a apoyar la carrera artística de su hijo. Se dirige al niño y le pregunta:
- ¿Qué te regaló papá?
- El tajecito chayo… - dice el chico a media lengua.
- El trajecito de charro – aclara Ismael -. El mío era negro, a él se lo hice hacer amarillo, con los bordados azules, de Boca, como yo…
Nos saludamos, prometemos vernos, y se va.
Yo me quedo en silencio, mirándolo alejarse por la vereda, con el niño de la mano y cargando a la espalda sus bolsos llenos de proyectos y esperanzas.
- Después de todo, tal vez el niño cante bien – me digo a modo de consuelo.
La noche sigue allí, quieta y calurosa. Miro la hora. Aún falta mucho para el colectivo que espero. Abandono la terminal, salpicada de cascarudos y otras calamidades, y comienzo a caminar por las solitarias veredas cercanas. Todas las ventanas están abiertas y adentro pueden escucharse los incansables ventiladores de techo. Mi pueblo duerme. Duerme tranquilo, con la calma inconciente y cómoda del que ignora la terrible amenaza que se cierne sobre sus desprevenidos oídos: El niño charro ha resucitado.


30-12-2009

No hay comentarios:

Publicar un comentario