jueves, 1 de mayo de 2014

ENTRADA INICIAL AL BLOG

( En la foto, con Maki, año 1996 )

Ahora le cuento quién soy:
Mi nombre es Rubén Antolín. Soy un Escritor Mendocino, nacido y residente en General Alvear, Pcia. de Mendoza, República Argentina.

Mi blog Principal es:
http://www.rubenantolin.blogspot.com/
Donde dejaré obras de ficción (novelas, cuentos poesías)
En este blog - el que has abierto - voy a dejar distintos comentarios, crónicas, o lo que oportunamente se me ocurra sobre temas de la vida actual o pasada, y de vez en cuando algún cuento.

Además... ¡¡PARALELO A ESTE BLOG, TENGO OTRO, DONDE PODÉS LEER COMPLETO EL TEXTO DE MI LIBRO "DOS AÑOS DE LUCES ROJAS", EN SU PRIMERA Y SEGUNDA PARTE!! 
http://dosaosdelucesrojas.blogspot.com/
También estoy en Facebooken:
http://www.facebook.com/?ref=home#!/profile.php?id=1035962185
Contacto: ruben_antolin_mza@yahoo.com.ar

CACHEUTA 1968

 
En la Argentina de los años sesenta la palabra inseguridad, si existía, se escuchaba o leía muy poco. Sin ahondar en los porqués del incremento geométrico de la inseguridad en los últimos treinta años, sólo diré que antes se robaba por pobreza o ambición, hoy la necesidad pasa por otro lado. Un joven adicto a las drogas, sin trabajo ni medios, siempre elegirá el mismo camino: robar. Robará hoy, para drogarse, mañana no trabajará (por el mismo motivo) y al llegar la tarde saldrá nuevamente detrás del mismo objetivo: robar para mantener su vicio. Es así, patéticamente simple y muy difícil de solucionar.
Dejo aquí el tema porque sólo lo toqué para ayudar a dibujar cómo era la Argentina de entonces comparada con la actual. En mi casa paterna, hasta hace unos treinta años, la puerta trasera permanecía abierta toda la noche. No recuerdo haber tenido jamás una copia de la llave. Yo podía regresar a la madrugada o saliendo el sol y directamente abría la puerta del modo en que podría haberlo hecho un ladrón. Sacarle la llave al auto al dejarlo estacionado de día parecía un exceso de celo preventivo.
En esos años (y aquí aparece el porqué de este preámbulo ilustrativo) desde Estados Unidos comenzó a llegar al país el movimiento Hippie. Para sintetizar, y no repetir en demasía palabras de Internet, diré para quien no lo sepa que los Hippies eran pacifistas, abrazaban la revolución sexual y creían en el amor libre. Esas premisas, especialmente las últimas, sonaban y suenan muy bien, y salvo en el tema adicciones - que nunca me atrajo - en ese momento me pareció algo a tener en cuenta. Por si eso fuera poco, Los Beatles aparecieron en fotos usando llamativas camisas floreadas e incluso circulando en un automóvil Rolls Royce pintado en ese estilo. A partir de ese descubrimiento dejé de cortarme el pelo y me hice hacer varias camisas floreadas que hoy día mi hija no se animaría a usar ni para un baile de disfraz. En el país comenzaban a escucharse los Gatos Salvajes, devenidos luego en Los Gatos, y los integrantes de ese grupo musical y otros contemporáneos también adoptaron esas vestimentas floreadas y esos pantalones estrechamente ajustados en la mitad superior, y acampanados abajo. Nosotros los usábamos y nos veíamos re bonitos, de verdad.
Paralelo y/o unido a esa moda llegó otra que compartía el pelo largo y otros detalles en la vestimenta: los Mochileros. En esos años alguien descubrió que se podía viajar sin pagar pasaje en ningún medio de transporte. En las entradas y salidas de las ciudades se podían ver jóvenes de aspecto desaliñado, de pie junto a la ruta, con el brazo derecho extendido y el puño cerrado mostrando el dedo gordo. De ahí las palabras “haciendo dedo” que quedaron instaladas en nuestro vocabulario. Y aquí retornando al tema inseguridad, en esos años se podían ver a muchachas solas, parejas de novios, e incluso de recién casados que decidían recorrer el país de ese modo, llevando todo lo necesario para un campamento dentro de sus mochilas. Muchos Hippies viajaron de ese modo a El Bolsón y otros lugares cercanos, todos de ese paraíso que es nuestra Patagonia, y se instalaron allí para siempre.
(Hoy todo lo nombrado sería imposible. En las grandes ciudades, un mochilero no llegaría caminando a la estación de servicio más cercana a su casa sin ser desvalijado, en el mejor de los casos, sin lesiones.)
Uno de esos veranos, de algún modo (seguramente por el diario) supe que en el Hotel de Cacheuta - hoy desaparecido hasta sus cimentos - se haría la “Fiesta de la Nieve”. (Sí, ya sé, era verano, pero se llamaba así.)
Junto a Juan Carlos López, un amigo que para nosotros siempre integró la categoría de hermano, decidimos que iríamos a esa fiesta. Podríamos haber pagado pasajes e incluso, tal vez, alojarnos en ése u otro hotel de la zona, pero nosotros éramos Hippies. Hippies que se bañaban, pero Hippies al fin.
Viajaríamos de mochileros. Mi padre, que ya vivía loco, acosándome por mi cabello hasta los hombros, cuando lo supo abrió grande los ojos y se opuso. Pero yo no estaba preguntando. Yo decía “voy a ir” y simplemente estaba anunciando que iba a ir. (Hoy mi hija hace lo mismo y el loco soy yo.)
No sé de dónde conseguimos una mochila de las que usaban los mochileros, bien grande y con armazón metálico y la agregamos a la que ya teníamos, comprada en una casa de rezagos militares. Esta última mochila militar tenía un armazón de madera triangular que parecía destinado a hacer sufrir. Era imposible acomodar ese triangulo en la espalda sin dolor. Si a eso le sumamos que nuestra provisiones estaban compuestas en su mayoría de alimentos enlatados, puede calcularse que su peso apenas podía alzarse del suelo.
Para conformar un poco a mi padre, decidimos que hasta San Rafael nos llevaría Oscar Denita, mi primo, y desde allí el viaje sería exclusivamente “a dedo”.
Llegamos a San Rafael y sin preguntar fuimos directamente a casa de nuestro amigo Prin Pascual. (Se llama así)  
Allí dormimos hasta la mañana siguiente y, después de desayunar, él nos llevó hasta la estación de servicio del Automóvil Club.  
Había un camión cargando combustible. Con Juan Carlos decidimos que, para que nos llevaran, era necesario decir que veníamos de lejos. ¿Quién iba a llevar a unos mochileros que venían desde General Alvear, a noventa kilómetros?
Teníamos un mapa del país, que llevábamos para saber dónde quedaba Cacheuta. Lo abrimos y fuimos bien abajo, a la Patagonia. Allí, cerca de Comodoro Rivadavia, había una población o ciudad llamada San Martín. De allí vendríamos nosotros.
Cuando le preguntamos al camionero si podía llevarnos, lo primero que preguntó fue: ¿De dónde vienen?
Ahí empezamos a mentir y aceptó llevarnos. No habíamos calculado que el viaje a Mendoza duraría cinco o seis horas en las que, además de cebar litros de mate, tuvimos que detallar hasta la última mata de yuyos y los últimos guanacos que pastaban junto al camino de “nuestra” Patagonia. Todo recordado de lo que habíamos escuchado alguna vez.
En dos etapas más llegamos a Cacheuta, arrastrando nuestras superpobladas mochilas. Pedimos permiso en la comisaría para armar nuestra carpa en un lote adyacente a ese edificio. Estábamos muy cansados y la noche ya llegaba. Cenamos temprano y nos acostamos.
A la mañana siguiente llegamos al Hotel Termas de Cacheuta. Ya en ese entonces era un edificio antiguo. Y aquí algo que descubrí años después, revisando viejas fotos. Yo ya había estado con mis padres en ese lugar en el año 1954, y lo que veo en esas fotos viejas es lo mismo que vi en ese viaje de mochilero.
El hotel estaba construido en la ladera del gran cañadón por donde corre el Río Mendoza. Para ese entonces ya había sufrido algunos daños por correntadas y había perdido parte de su construcción original. (El hotel actual, del mismo nombre, es totalmente nuevo)
Junto al río había una amplia playa donde quedaban restos de habitaciones, semienterrados en la arena. Dentro de una de esas ruinas, que conservaba su techo, armamos nuestra carpa, atando las riendas a grandes piedras.
En un costado del recinto donde estábamos había una escalera que bajaba hasta un sótano, totalmente inundado. El agua de ese sótano estaba caliente y seguramente se filtraba de las aguas termales que dieron lugar a la construcción de ese hotel.
Desde esa playa donde estábamos se podía subir hasta el hotel por una larga escalera del mismo estilo del hotel. Por ahí se pasaba junto a una gran piscina de agua caliente y se podía entrar directamente al gran salón donde se haría el baile de esa noche. Descubrimos eso por la mañana y no volvimos a subir para que nadie advirtiera lo que íbamos a hacer (y lo que hicimos) por la noche: colarnos a la fiesta.
Pasamos el día recorriendo las cercanías y tirados al sol junto al río.
Llegó la noche y comenzaron a llegar gran cantidad de autos al hotel. Antes del baile había una gran cena de gala a la que todos concurrían de traje y corbata. Vimos todo eso desde las ventanas. No nos arriesgamos a intentar mezclarnos en ese ámbito. Estábamos bañados (en el río) y bien vestidos, pero nuestros largos cabellos y vestigios de barba delataban que difícilmente estábamos en la lista de invitados.
Finalmente, pasadas las once de la noche, empezó el baile. Esperamos que el salón se llenara con los que estaban en la cena y los centenares que habían pagado entrada y esperaban haciendo cola frente a las grandes puertas del hotel. Cuando consideramos que era el momento, entramos y nos mezclamos rápidamente con el público.
Había allí un grupo musical de estilo rockero de esa época. Y aquí otra casualidad: yo había visto ese mismo grupo en un boliche de Mar del Plata el verano anterior.
Se eligió la Reina de la Nieve, del mismo modo en que se eligen las reinas vendimiales, con la misma nula emoción para nosotros que esperábamos el baile eligiendo donde íbamos a rebotar primero.
Una vez elegida la reina se dio comienzo al baile y empezó nuestra recorrida. Comenzamos apuntando alto y fuimos derecho a las mesas de las reinas. Según parece, ellas en ese momento no estaban informadas de lo interesante que podía llegar a ser conocer a un joven pelilargo del sur de Mendoza. Creo que las últimas nos rechazaron sin mirarnos. (Intentamos bailar con todas las reinas, aún con las más feas, que las había y bastantes.)
Bajamos el nivel de nuestras aspiraciones y ahí la cosa funcionó mejor. Después de todo en esos años no íbamos a los bailes a buscar una Princesa Azul para casarnos. Bien podíamos pasarla bien con una Cenicienta.
Sin agregar detalles innecesarios, sólo diré que tanto Juan Carlos como yo, lo pasamos bien y nos acostamos después de la salida del sol.
A eso de las cuatro de la tarde despertamos y desarmamos la carpa. Nuestras mochilas estaban algo más livianas, ya que habíamos comido un gran porcentaje de su carga inicial, y así salimos a la ruta.
Estábamos lejos de casa y ninguno de los dos tenía ganas de “hacer dedo”. Además, pasaban muy pocos vehículos y todos iban con varios ocupantes. Decidimos que bien podríamos hacer una excepción a nuestra premisa y tomar un colectivo.
Allí cerca, sobre la ruta, había una mujer mayor. Nos acercamos y le preguntamos si a esa hora pasaba algún colectivo que fuera a la ciudad de Mendoza. Nos dijo que sí y allí quedamos esperando.
Faltaban algunos minutos aún. Yo me senté en una piedra grande que había allí y Juan Carlos se alejó unos diez metros hasta otra roca adecuada.
Allí sucedió lo que me llevó a escribir todo esto que antecede.
En un momento en que me encontraba mirando hacia el piso, bajo la sombra de mi sombrero, noté que la anciana que estaba allí se me acercaba. Levanté la vista y vi que me sonreía ofreciéndome algo. Instintivamente tendí mi mano… y ella me dio un puñado de monedas.
Dije – Gracias… – y me quedé paralizado, sorprendido y apretando esas monedas tan cálidas.
Jamás habría imaginado que alguien podría suponer que a mí me hacía falta alguna ayuda. En ese momento, seguramente, yo llevaba en mi bolsillo más dinero del que esa mujer cobraba de jubilación.
Pensé en devolverle las monedas, pero había en su rostro tanta satisfacción que me abstuve. Había visto la misma pequeña felicidad que tantas veces he sentido al ayudar a alguien.
Han pasado casi cincuenta años. La única mochila que ahora cargo contiene mis responsabilidades, mis recuerdos y mis culpas. Pero tengo aún grabado el rostro de esa mujer. Tan nítido que, si hoy la encontrara, la reconocería enseguida, le daría el beso que no le di en su momento, y nuevamente le diría: - Gracias.


Rubén Antolín Heredia - De mi libro "Memorias Intrascendentes" (en preparación) 










lunes, 28 de abril de 2014

ENTRE SOGAS Y GUANTES

Todas las mañanas, a eso de las seis, pasa por mi casa una camioneta ruidosa que me despierta. Luego de mis saludos a la madre del conductor, me levanto, apago las luces de afuera, paso por el baño y me acuesto a intentar retomar ese sueño que ya no recuerdo pero que debe haber sido bueno. Todo es inútil, con la mente descansada mi cabeza se torna un enjambre de recuerdos e ideas nuevas sobre los temas más diversos. Es la hora de pensar, dos horas antes del alba, la hora en que escribía Julio Sosa, un gran poeta que, además, cantaba. O un gran cantor que, además, escribía poemas excelentes. (Buscar en Internet “Dos horas antes del Alba – Julio Sosa”)
Me levanto y enciendo la computadora, compañera inseparable desde que cumplí cincuenta y me regalé la primera, con un disco de memoria risible. - Voy a escribir, algo va a salir – me digo. 
- ¿Voy a escribir para quién? 
Hace un tiempo ha aparecido esa pregunta en mi cabeza. No es la pregunta generalizada. Hablo de mí. Muchas de mis páginas están llenas de recuerdos. La gran mayoría de los involucrados en esos recuerdos ya no están; esos que alguna vez imaginé leyendo y aprobando (o rechazando) mi memoria, se han ido sin saber siquiera que aún los recuerdo y tal vez, ¿por qué no?, sin recordar mi nombre. 
Es improbable que mis escritos lleguen al papel. Salvo que yo mismo los edite, como he hecho últimamente, el destino de mis palabras será el formato digital, limitado a los usuarios de Internet y excluyente para aquellos “grandes” que podrían sentirse reflejados en alguna anécdota. 
Pero ahí está otra vez mi cabeza recordándome que, con o sin motivo o razón, eso que aparece tan nítido, tan detallado, tal vez, quizá, le pueda interesar a alguien y debe quedar escrito.
En los últimos días he estado repasando mi efímero paso por el boxeo. No como boxeador, no fue ni es mi vocación recibir golpes y jamás aprendí a saltar con una soga. Lo mío fue como promotor de festivales.
Una noche, allá por el año 1977, poco después de mi regreso de la provincia de La Pampa, junto a un amigo concurrí a un festival de boxeo en el Club Andes. Era un local muy pequeño, ocupado en gran parte por el ring, que había sido colocado en una esquina.
No recuerdo los combates preliminares. Tampoco si la pelea final era importante. Era un festival de peleas de amateurs, pensado para tantear la respuesta del público. El pequeño lugar estaba repleto y los pasillos entre las sillas apenas permitían el paso de una persona. En un momento, un joven cuyo rostro me pareció familiar, pasó por ese pasillo y me miró.
-         Ése es el Eduardo Guzzeta – me dijo mi amigo -, es de acá, pega como patada de mula.
Al finalizar el espectáculo, subió al ring un morocho de cabello algo ensortijado. Lo presentaron como Florentino Correa, un profesional de San Rafael, reconocido por haber combatido en el siempre épico Luna Park. Después de dar unas vueltas en el ring, saludando, alguien le pidió que se sacara la camisa. Y ahí nos sorprendimos todos. Era un físico culturista de una musculatura perfecta. Supe después que por ese detalle era muy destacado en su tierra.
En esos momentos, una mujer que parecía conocerlo (evidentemente borracha) empezó a llamarlo: - ¡Floro, Floro! – a la vez que intentaba subir al ring. La gente que organizaba trataba de frenarla pero eso sólo incrementaba sus intentos y sus llamados: - ¡Floro, Floro!
Finalmente la sacaron al patio y el festival terminó. Todos salimos con una sonrisa y un poco de clemencia por la vergüenza que había pasado ese muchacho.
Unas semanas después concurrí, junto al mismo amigo (no lo nombro porque he tenido malas experiencias con algunos amigos que he nombrado) a un festival que se hacía en Ferrocarril Oeste. Allí las peleas parecían ser más relevantes, con algunos boxeadores de San Rafael enfrentando a los locales. En el final, hicieron subir a un boxeador de Buenos Aires, que estaba de visita en nuestro departamento. Se hacía llamar “Nico” Bardi. El apodo hacía referencia a nuestro Nicolino Loche y se suponía a un estilo de pelea similar. En la corta exhibición que hizo esa noche, “Nico” se agachaba ofreciendo el rostro a su adversario, y cuando éste intentaba golpearlo, lo esquivaba hábilmente. Mi amigo (el innombrable) me dijo: - Éste es el marido de (Aquí nombró a una mujer que - según dijo - trabajaba en una de las whisquerías locales.) Ha venido de Buenos Aires y está parando con ella en una residencial.
Esa noche surgió la idea de organizar boxeo. En ese entonces el Sport Club Pacífico prácticamente no usaba el gran salón que históricamente tiene sobre la Avenida Libertador Norte, a cien metros de mi casa. Allí fui a hablar con los dirigentes y unos días después, siempre con la ayuda incondicional de mi hermano Héctor, estábamos organizando un festival de boxeo.
Fui a conocer a este boxeador de Buenos Aires y aquí se dio la primera situación incómoda. Según me advirtió mi amigo antes de entrar, este joven había venido desde su provincia sin saber cuál era el verdadero trabajo de su esposa. A poco de presentarnos, él nos hablaba de ella y de su trabajo en “una fábrica envasadora de tomates que trabajaba las veinticuatro horas y donde ella hacía turnos de noche”. 
Arreglamos los detalles de su pelea, la de fondo, en la que enfrentaría a Florentino Correa. Ambos eran del mismo peso, medio mediano. Durante la organización del festival, que requirió varios viajes a San Rafael, “Nico” supo lo de su mujer y decidió separarse. Le alquilé una habitación con baño, le conseguí algunos muebles, y seguimos adelante. Por supuesto, cada vez que “Nico” necesitaba dinero, venía directamente a pedirme “a cuenta de lo que iba a cobrar”.
En la pelea de semifondo pensamos en Eduardo Guzzeta y le mandé a decir que quería hablar con él. A poco de estar juntos, él me dijo: - ¿Vos sabías que nosotros somos parientes?
Yo no lo sabía. Allí él me contó que su padre biológico era Ricardo Heredia, hermano de mi madre, lo que hacía que fuéramos primos hermanos. (Un rato más tarde mi madre me confirmó eso) En ese momento me di cuenta por qué, al verlo por primera vez, le había encontrado algo familiar. Tenía rasgos similares a algunos de mis parientes de apellido Heredia.
Criado en un ámbito muy humilde, opuesto al mío, no sólo en lo que hace a bienes materiales sino en educación y ejemplos, Eduardo era considerado por muchos como un “pesado” que ya contaba con algunos antecedentes policiales por peleas, aunque nunca por robo. Para mí desde el momento en que lo supe pasó a ser un primo más y nunca dudé en decirlo. Él también sintió ese reconocimiento y cuando nos veíamos, a modo de presentación, decía: - Mi primo, ¿qué tal mi primo?
(Cuando falleció mi tío Roberto - hermano menor de mi madre, de mi edad - Eduardo fue al velorio y se reencontró con algunas de sus tías, que lo recordaban de niño. Unos años después, su corazón, tal vez heredado de esa rama de los Heredia, en la que varios han tenido dolencias cardíacas, dijo basta.)   
En ese primer festival el público fue inesperado, llenando completamente el salón con alrededor de mil doscientas personas. La pelea final entre Florentino y “Nico”, a pesar de las expectativas, fue un empate discutido. Ese resultado dio pie inmediato para la programación de un nuevo encuentro.
De los posteriores combates entre boxeadores aficionados surgen ahora algunas anécdotas de las cuales adelanto estas:
Uno de ellos, que había comenzado siendo casi un niño, en la categoría “Mosca”, decía que la gente lo conocía como “El Mosquita Alvearense” y quería mantenerse en ese peso. Además del gimnasio diario y trotes rigurosos, recurría a laxantes que a la hora de pelear lo dejaban hecho un desastre que apenas podía mantenerse parado.
Hubo también uno que a último momento me mandó a pedir que le comprara un equipo de gimnasia Adidas (especificó la marca) porque si no se lo enviaba no se presentaba. Por supuesto, esa noche su pelea se suspendió. 
En un combate entre un boxeador de San Rafael y uno local, cuyo nombre he olvidado, pero que pegaba muy fuerte, recuerdo algo que fue histórico: apenas empezó la pelea el alvearense le pegó a su contrincante una fuerte trompada que se debe haber escuchado desde la vereda. El sanrafaelino, que aparentemente no sabía por qué estaba ahí, dejó de pelear y se quejó al árbitro tocándose el pómulo izquierdo “porque el otro le había pegado en la cara”. Las risas aún retumban en el estadio de Pacifico.
En el ámbito del boxeo, al menos en esa época de grandes nombres, era normal saber que Francisco “Paco” Bermúdez en el rincón de Nicolino Locche le indicaba a éste: - “pegue y salga”. Esa frase, tergiversada,  se le gritaba a aquellos que cada vez que se acercaban al adversario, cobraban.
-         Reciba y salga, muy bien, reciba y salga…
No sólo había peleas sobre el escenario, en una oportunidad dos del público comenzaron una pelea y uno de ellos subió al ring llamando al otro a continuar allí arriba el diferendo.
Y aquí, algo que seguramente requeriría de un análisis psicológico. La mayoría de los boxeadores, aún algunos que tienen una o dos peleas, tienen el tabique de la nariz quebrado. Eso los hace asemejarse y parecer emparentados entre sí. Pero lo que me sorprendió fue escuchar el modo en que se enorgullecían de ese momento en que habían perdido sus facciones naturales.
-         A mí me quebró la nariz, “Chito” Tévez – decía uno, orgulloso.
-         A mí, Héctor Mora – alegaba otro, tratando de no ser menos.
Ninguno aceptaba haber perdido el parecido con sus padres una tarde cualquiera, en un entrenamiento con un aficionado.
Esa época coincidió con lo que yo recuerdo con los años de oro del Boxeo Argentino. Encabezaban la lista de grandes reconocidos mundialmente, el inolvidable Carlos Monzón, seguido de cerca en popularidad por Víctor Galíndez, bravísimo deportista a quien conocí personalmente en General Pico. Cuello, Castellini, Laciar, el ya citado Locche, Cabral, Hugo Pastor Corro y otros nombres que han quedado debidamente incorporados a la historia del boxeo, en aquellos años eran tan populares y conocidos como los son hoy los jugadores de la selección nacional de futbol.
Alfredo Horacio Cabral, oriundo de Santa Isabel y con parientes en mi ciudad, fue mi amigo y alguna vez compañero de andanzas nocturnas en General Pico. Un gran tipo, muy humilde, y sobre el ring imbatible, estaba destinado indiscutiblemente a ser campeón mundial. La misma noche en que, en el Luna Park, le confirmaron que tenía acordada una pelea por el título mundial de peso mediano, de regreso a la ciudad de América, donde vivía, chocó de frente con otro auto y murió.
Carlos Monzón, en ese momento con Susana Giménez, había formado una fundación con su nombre y hacía exhibiciones a beneficio. La idea de traerlo a mi ciudad comenzó a rondar en mi mente, aunque, como se dice vulgarmente, sólo fuera “para cambiar la plata”, sin ganancias.
“Níco”, mientras esperaba la segunda pelea que ya habíamos programado con Florentino Correa, de ser un atildado deportista con conducta había pasado a ser un noctámbulo empedernido dispuesto a recuperar el tiempo perdido en… el cabaret. Concurría todas las noches; esa vida nunca fue barata y esa nueva personalidad redundaba invariablemente en más pedidos de dinero “a cuenta de futuras peleas".
La noche de ese segundo festival llovía torrencialmente. Al quinto o sexto round de la pelea de fondo, Bardi Vs. Correa, se cortó la luz, como solía suceder entonces, por tiempo indeterminado. Habiendo pasado la mitad de la pelea, según el reglamento, correspondía consultar el resultado parcial. Con una linterna se recogieron las tarjetas de los jurados. Hasta ese momento la pelea iba empatada y ese fue el resultado que se dio por válido. Quedaba pendiente, tanto para el público como para ambos contendientes, una definición que nunca llegaría.
Las deudas de Bardi para con mi bolsillo, ya sumaban lo suficiente como para que, según él, se justificara quedar mal. De pronto me anunció que dejaba de pelear “para mí” y había comprometido un combate en el Club Alvear Oeste. No hizo nada que yo no estuviera esperando y allá se fue, tras su destino.
Con mi hermano, para intentar recuperar en algo las pérdidas, decidimos hacer un festival totalmente de aficionados, con boxeadores locales y de San Rafael contra deportistas de General Pico.
Programamos un festival de nueve peleas. Héctor viajó a General Pico a traer la delegación pampeana y a todos, tal es la costumbre, los alojamos en una residencial. Aquí agrego que la contratación de un boxeador, ya sea profesional o amateur, incluye alojamiento y todas las comidas para él y su representante, desde la noche antes del encuentro hasta la mañana siguiente a la pelea. En este caso, para ahorrar algo, el día del festival decidimos hacer un gran asado en las instalaciones del Aero Club, junto al entonces caudaloso río Atuel.
Los pampeanos llegaron e inmediatamente se metieron al río. Era verano. Apenas salieron del agua el tiempo suficiente para comer y al rato ya estaban nuevamente en el agua, jugando y caminando contra la corriente. Los boxeadores locales permanecían en la orilla mirándolos con una sonrisa irónica.
-         Estos esta noche no van a poder caminar – decían por lo bajo.
Esa noche todas las peleas fueron ganadas por los “cansados” pampeanos. El nivel de los locales y los sanrafaelinos era bueno, pero los de General Pico habían enviado lo mejor y se llevaron todos los laureles. 
En uno de los festivales siguientes alguien me contó de dos chicas, ambas hermanas de boxeadores, que habían hecho en San Rafael una exhibición de box femenino, en ese entonces algo inédito. Me pareció atractivo y en uno de mis viajes a San Rafael contacté a las chicas y acordamos su presentación. Hice imprimir los afiches incluyendo esa exhibición.
Un día antes del festival el intendente me citó por medio de uno de sus ordenanzas. Allá fui, a verlo. Se trataba de Don Andrés Addario, intendente interino del gobierno militar de esa época. Yo lo conocía y realmente era una persona muy accesible y respetable, pero ese tipo de cargos no electos incluye una dependencia que pronto se hizo notar. Cuando estuve frente a él, llamó por teléfono al gobierno provincial y de allí lo derivaron a la Liga de Madres de Familia, que en ese momento se suponían autorizadas a decidir qué cosa era moral y qué cosa no lo era. En síntesis: me prohibió hacer esa exhibición femenina.
No me preocupó, esa exhibición estaba allí como una nota de color y las chicas, contrariamente a lo que pudiera suponerse, subían al ring con equipo de gimnasia de pantalón largo y buzo.
Los afiches, como dije, ya estaban hechos y pegados en los lugares estratégicos del departamento y de poblaciones cercanas. Hice un gran cartel donde decía: “La exhibición femenina programada ha sido suspendida por expresa prohibición del intendente municipal” y lo coloqué a la vista en la boletería.
Los veedores municipales que siempre concurrían, apenas después de los saludos, me advirtieron: - Tenemos orden de suspender el festival si suben mujeres al ring.
-         Eso está suspendido, vayan a mirar el cartel que hay en la boletería – les dije.
Fueron y volvieron espantados. Me recriminaban que “mandara al frente” de ese modo al intendente. No cambié nada y el cartel quedó ahí, cada cual debe cargar con su responsabilidad y si esa noche alguien se sintió estafado, al menos no se acordó de mi madre.
Como dije, “Nico” Bardí se había ido a pelear con mi competencia, la gente de Alvear Oeste, que tenía unas instalaciones muy buenas y una comisión muy activa. Le programaron una pelea y allá fui a verlo. En ese festival, en la pelea de semifondo estaba anunciado un “famoso” boxeador de Córdoba. Cuando apareció el cordobés tan anunciado resultó ser un pibe que yo conocía de Huinca Renancó. Le decían “El Vizcacha” y yo lo recordaba como lustrador de zapatos. Perdió la pelea en muy malas condiciones. Al bajar del ring me reconoció.
-         ¿A vos qué te parece, Rubén, lo que me hicieron? – me preguntó. No sé si se refería al acertado fallo de los jueces o a los golpes que había recibido, pero lo alenté con algunas palabras.
“Nico” perdió por puntos su pelea contra un adversario que no recuerdo. Unas horas más tarde lo encontré en un boliche bailable. Estaba, como de costumbre en ese entonces, con un vaso en la mano y medianamente borracho.
-         Yo tendría que haber seguido con vos… - me dijo apenado por su derrota y con un tono de disculpa.
No se lo dije, porque era boxeador, pero le respondí en mis pensamientos: - “Golpeá que te van a abrir”. 
Mientras tanto mi amistad con Florentino Correa había crecido y le programé una pelea con Domingo Alfredo Pennesi, un profesional de Tunuyán, si mal no recuerdo.
En esa pelea, como en algunas anteriores, pelearía de semifondo Eduardo Guzzeta, ya como profesional.
Para ese entonces yo me había relacionado con gente de la Federación Mendocina de Box y con Héctor Mora, reconocido boxeador olímpico, devenido en director técnico y manager de varios profesionales de la ciudad de Mendoza. Con él acordé traer a Pennesi para la pelea de fondo con Florentino y a “Tucho” Méndez para el semifondo con Guzzeta.
 Mientras tanto, algo entusiasmado por la concurrencia del público (no tanto con los réditos económicos) conseguí el teléfono de Diego Corrientes, director técnico de Hugo Pastor Corro y arreglé una exhibición. Sería la primera presentación de Corro desde que obtuviera el título mundial de los medianos al vencer a Rodrigo Valdez, que había recibido esa corona al dejar el boxeo Carlos Monzón. Esa exhibición sería entre Corro y “Violín” Salgado, en ese momento de gran renombre, (También lo conocí en General Pico, junto a Galíndez, ambos jugando al bowling en nuestro local)
El monto que me pedían era prácticamente todo lo que aspirábamos a recaudar con esas presencias internacionales. Esa exhibición quedó programada para unos quinces días después de la citada pelea Correa – Pennesi.
Sigamos con el relato del festival: Todas las peleas preliminares serian entre boxeadores de Héctor Mora y locales. Viajé a Mendoza, traje los nombres y armé el programa. Hice imprimir los afiches y llevamos toda la información a la radio, en ese momento sólo LV23.
El programa deportivo que se emitía todas las tardes era conducido por Alberto De Antonio y hasta ese momento nos había promocionado bien.
Esa tarde cuando llegaron los boxeadores de Héctor Mora descubrí que los únicos que coincidían con lo programado eran “Tucho” Méndez y Domingo Alfredo Pennesi. El resto, todos los amateurs eran nombres distintos a los que figuraban en los afiches repartidos y en el programa anunciado en la radio.
Por la noche, al empezar las peleas, la gente miraba los boletines que habíamos repartido y decían, por ejemplo: - Ahora pelea Juan Pérez contra José Sánchez – pero el presentador nombraba a Juan Pérez contra Fernández.  
En la pelea siguiente sucedía lo mismo, el boxeador local coincidía pero el de Mendoza era otro que, además del nombre, parecía carecer totalmente de conocimientos técnicos, lo que daba lugar a carreras por el ring, abrazos de cintura y otras actitudes lamentables. Todas las peleas preliminares fueron desastrosas como espectáculo, y si bien esas cosas a veces se toman como diversión y risas, cuando son demasiadas comienzan a derivar en malestar en el público.
Llegó la pelea de semifondo. Eduardo Guzzeta, muy preparado, debutaba como profesional contra “Tucho” Méndez. Apenas empezado el combate advertí que algo no andaba bien. Eduardo parecía estar frente a una bolsa de entrenamiento, resignada sólo a recibir golpes. “Tucho” Méndez apenas atinaba a tratar de escapar dentro de los acotados límites del ring. No lanzaba ningún golpe y recibía todos los que le lanzaban. En el segundo round Héctor Mora consideró que era más positivo volver con un boxeador maltrecho que con un cadáver, y tiró la toalla, señal de abandono.
Más tarde, durante la cena, “Tucho” me confesó: - “A mí me hicieron profesional, “mal”.
Queriendo ahondar más en el significado de esa palabra “mal”, pregunté: - ¿Cuántas peleas tenés?
-         Con esta, dos – dijo.
Lo habían traído como un boxeador profesional con sólo una pelea (perdida) de experiencia.
Faltaba la pelea de fondo, entre Florentino Correa, en el papel de local, frente a Domingo Alfredo Pennesi. Los boxeadores, debidamente anunciados, subieron al ring. Sonó la campana y comenzó la pelea. Todavía estaban en el aire las últimas vibraciones de la campana y la pelea había terminado con un fulminante knockout. Florentino estaba en la lona sin miras de despertar.
Recordé instantáneamente que en alguna parte había oído estas palabras: - “Florentino se tiene que cuidar porque tiene la mandíbula de cristal”.
Ahora estaba tratando de despertarse para abandonar el ring. El público se había levantado y salían malhumorados, tirando las sillas y quejándose del espectáculo. Todo había salido increíblemente mal.
Al otro día, Alberto De Antonio comenzó su programa, diciendo: - Anoche vimos lo peor que se ha ofrecido en boxeo en General Alvear.
-         Y si de mí depende, lo último – me dije, apagando la radio. Con esa publicidad no podía arriesgarme en un nuevo festival, y mucho menos en el que tenía acordado, con el entonces campeón mundial, Hugo Pastor Corro, en el que solamente llenando podríamos aspirar a salvar los costos.
A la mañana siguiente llamé a Diego Corrientes y suspendí la exhibición Corro – Salgado.
Con una nota, avisé formalmente al Club Pacífico que dejábamos de organizar boxeo. No podíamos seguir arriesgando dinero mientras todo parecía predestinar un futuro fracaso. Ni mi hermano ni yo podríamos haber evitado ni previsto ninguno de los errores y/o horrores que sucedieron. Los boxeadores vinieron cambiados por responsabilidad de Héctor Mora, nosotros lo supimos la tarde anterior, cuando ya nada se podía modificar. Tampoco podíamos prever que esos aficionados fueran tan poco “aficionados” y esas peleas fueran tan desparejas. El hecho de traer como profesional a un boxeador tan inexperto como “Tucho” Méndez tampoco fue nuestra culpa. Del knock out de Florentino no había nada que alegar, eso está sujeto a la suerte o habilidad de los contendientes y el promotor no puede dirigir las cosas para que duren. Al menos en ese entonces y en Alvear, eso no se podía.
Allí terminó todo.
De ”Nico” Bardi nunca más supe nada y si alguien sabe algo, ni se molesten en contarme.
Pasados unos años volví a ver a Florentino. (De tanto ir y venir a Alvear también se había hecho amigo de mis padres.) Trabajaba como cuidador de una plaza en San Rafael. No se había alejado del boxeo, continuaba en actividad como entrenador y director técnico de vario pugilistas de ese departamento.
Poco tiempo después, estando en San Rafael, una señora me dijo: - ¿Te enteraste de la tragedia de tu amigo?
Yo comencé a recordar a todos mis conocidos de ese lugar, pero sin darme tiempo, la señora me dijo: - Florentino Correa, tu amigo, anoche lo mataron.
Florentino tenía un auto Ford A. La noche antes, unos jóvenes, desde la vereda, habían comenzado a tirarle piedras al auto, que estaba estacionado en un garaje de la casa. Florentino salió, seguramente repartió algunas trompadas y le respondieron con puñaladas. Allí cayó, muerto en la vereda.
Cuando lo supe, aún lo estaban velando en su casa, a media cuadra de donde yo estaba. Fui al velorio. Había centenares de personas intentado entrar, pero lo logré. Allí estaba mi amigo boxeador, durmiendo para siempre sus sueños de gloria.
Hasta aquí mi paso por el boxeo, más bien por el costado comercial de ese deporte. El paso del tiempo ha ido borrando de mi memoria los kilajes de las distintas categorías y otros detalles del reglamento que en su momento manejaba tan bien.
Mañana a las seis volverá a pasar la camioneta que me despierta. Vaya uno a saber qué recuerdos llegarán con ese despertar.


Abril de 2014 - Fragmento de mi Libro "Memorias Intrascendentes" (en preparación)