Era verano. Río Cuarto, en aquellos años, inicios de la década del setenta, tenía un centro más pequeño y definido, concentrado alrededor de la plaza. Resabio de su pasado, también estaba cerca la calle que unía ese sector con la estación del ferrocarril. Era la noche de un día de semana y el motivo por el que estábamos allí, hoy ha escapado de mi mente. Pero ahí andábamos nosotros, un amigo y yo, cerca de la medianoche, dando vueltas en auto, en busca de algo con silueta de mujer.
Por suerte aún no habían proliferado los travestis, las dos sonrisas que divisamos en la vereda eran femeninas... y eran para nosotros.
Aprovechando la soledad de las calles, giré en contramano y detuve el auto junto a las muchachas. Aparentemente se trataba de dos estudiantes retrasadas en volver a sus casas.
- Hola, ¿qué están haciendo tan solas? – preguntó mi amigo, ensayando su mejor sonrisa.
- Trabajando – dijeron ellas agachándose junto a la ventanilla del auto.
- Son trolas – pensamos los dos sin mirarnos y sin mover una sola ceja.
- Pero son jóvenes... y son hermosas – nos dijimos, también sin hablar, justificándonos.
- ¿Y cuánto vale ese “trabajo”? – pregunté yo, más que todo para seguir la charla y esperando un valor inalcanzable.
El precio era poco más que lo que habíamos pagado un rato antes, en el bar de la estación de servicio, por dos sándwich de milanesa.
La noche seguía deshabitada y sin esperanzas de mejorar. Les abrimos la puerta del auto y en el momento de subir ya nos repartimos una para cada uno. Las dos eran muy jovencitas y agradables, no cabía comparación ni queja.
Cuando preguntamos a dónde podíamos ir, ellas dijeron que en la próxima cuadra conocían una casa que alquilaba habitaciones. Estacionamos frente a ese lugar y bajamos dejando el auto en la oscuridad de la calle, sin más protección que sus alicaídas cerraduras, y con todo nuestro equipaje encima. Ya lo dije, eran otros años.
La puerta estaba sin llave y las chicas directamente la abrieron sin llamar. Recorrimos un corto pasillo y desembocamos en un gran living comedor donde, sentada a la mesa y mirando televisión, estaba toda una familia, incluidos tres chicos que apenas volvieron la cabeza para mirar con desinterés las minifaldas de las chicas y nuestro in disimulado morbo creciente.
La dueña de casa - la única que se había puesto de pie - con un gesto nos indicó las habitaciones: eran las que estaban allí, detrás de esas amplias y antiguas puertas dobles que nos separaban de ese ambiente donde la familia, sin inmutarse, continuaba cenando y charlando. Es decir, nuestro sexo comercial estaría apenas protegido y separado de la vida cotidiana por una pulgada de madera apolillada. Pero ya estábamos allí. Elegí una y mi amigo la de enfrente.
Entramos. La habitación era, evidentemente, el dormitorio matrimonial de la pareja que acabábamos de ver. Había ropa encima de una silla, zapatos en el piso y en un costado, exactamente frente a la cama de dos plazas, un antiguo ropero de madera lustrada que se preparaba a reflejar mi desempeño en el inmenso espejo biselado.
La muchacha estaba terminando de desvestirse, cuando alguien golpeó. Ahí fue cuando descubrí que esas puertas tampoco tenían cerradura con llave. Entreabrí y me encontré con la dueña de casa mirándome sonriente y portando en sus manos una palangana llena de agua y una toalla. Para recibirlas tuve que abrir más la puerta y otra vez me encontré con los ojos de los niños fijos en mí, pero acostumbrados a esa rutina que seguramente mantenía a la familia.
Entonces vino lo peor. Mi compañera ya estaba completamente desnuda - y muy bella por cierto - pero, antes de desvestirme, buscando algo más de privacidad y advirtiendo que la amplia ventana que daba al patio estaba abierta, me acerqué a cerrarla.
- Mirá lo que hay ahí, al lado de la ventana – indicó ella sin abandonar la cama.
Me asomé y a mi izquierda, adjunta a la casa, pude ver que había una pequeña y muy baja habitación tenuemente iluminada. La puerta estaba totalmente abierta y la única luz provenía de una vela encendida y sujetada en el pico de una botella, sobre una mesita. Pero allí no había un altar familiar con la imagen de una virgen, un santo o el gauchito Gil. Había una anciana serenamente acostada, con la mirada fija en el techo.
- Es la abuela de la casa, se está muriendo... – me dijo la muchacha en voz baja, tomándome de la mano y conduciéndome a la cama.
Una vez allí la jovencita comenzó la rutina comercial que le daba de comer, en busca de un final, en lo posible instantáneo. Pero yo no estaba para ningún final y ni siquiera para empezar nada. El brillo de la vela, de algún modo, ingresaba a la habitación y se reflejaba en el espejo del ropero, introduciendo la tristeza hasta mi último glóbulo rojo. Cerraba los ojos, pero no podía apartar de mi mente la imagen de esa anciana mirando el techo, escuchando tal vez a su única familia, reír y comentar sobre algún programa de televisión, todo eso que representaba la continuación de la vida mientras ella, sola en su cama, aferraba con sus pocas fuerzas el poquito que le quedaba. Y la vela, esa maldita y lúgubre vela, con visos religiosos, que alguien le había colocado a modo de velorio anticipado, confirmándole que lo suyo no tenía otra salida. La imaginaba allí, escuchando por la ventana, que había quedado abierta a la oscuridad del patio, los vanos y urgentes estímulos de la muchacha. Tanta vida y tanta muerte a tan pocos metros.
Un rato después, ya vestido y sin haber podido concretar nada parecido a lo que habíamos acordado, la joven me miró seria y dijo:
- Me tenés que pagar igual.
Era obvio, saqué el dinero y le pagué. Mi compañero llamó a la puerta, hacia tiempo que esperaba y tenía en sus manos un vaso de vino que el dueño de casa le había convidado, después de preguntarle de dónde era y todo lo relativo a nuestra estadía en la ciudad.
Antes de salir de la pieza miré instintivamente hacia la ventana.
Ya en la cocina, y mientras entregaba el dinero para pagar el costo de las habitaciones, uno de los chicos salió por la puerta que daba hacia el patio. Antes de que la dueña me diera el vuelto, el niño regresó corriendo y asustado.
- Me parece que la abuela se murió – dijo, agregando mientras todos salían –, no me contesta.
Los llantos desde el patio nos confirmaron la realidad que, al menos a mí, me estremecía y me urgía a salir de allí. No había recibido el vuelto, pero me encaminé al pasillo que conducía a la calle.
Han pasado casi cuarenta años, no soy dibujante ni pintor, pero creo que si tuviera esa habilidad podría representar hasta el último detalle de esa noche, de esa ventana, de esa mujer anciana despidiéndose de la luz, y de la muerte... mirándome por la ventana.
Por suerte aún no habían proliferado los travestis, las dos sonrisas que divisamos en la vereda eran femeninas... y eran para nosotros.
Aprovechando la soledad de las calles, giré en contramano y detuve el auto junto a las muchachas. Aparentemente se trataba de dos estudiantes retrasadas en volver a sus casas.
- Hola, ¿qué están haciendo tan solas? – preguntó mi amigo, ensayando su mejor sonrisa.
- Trabajando – dijeron ellas agachándose junto a la ventanilla del auto.
- Son trolas – pensamos los dos sin mirarnos y sin mover una sola ceja.
- Pero son jóvenes... y son hermosas – nos dijimos, también sin hablar, justificándonos.
- ¿Y cuánto vale ese “trabajo”? – pregunté yo, más que todo para seguir la charla y esperando un valor inalcanzable.
El precio era poco más que lo que habíamos pagado un rato antes, en el bar de la estación de servicio, por dos sándwich de milanesa.
La noche seguía deshabitada y sin esperanzas de mejorar. Les abrimos la puerta del auto y en el momento de subir ya nos repartimos una para cada uno. Las dos eran muy jovencitas y agradables, no cabía comparación ni queja.
Cuando preguntamos a dónde podíamos ir, ellas dijeron que en la próxima cuadra conocían una casa que alquilaba habitaciones. Estacionamos frente a ese lugar y bajamos dejando el auto en la oscuridad de la calle, sin más protección que sus alicaídas cerraduras, y con todo nuestro equipaje encima. Ya lo dije, eran otros años.
La puerta estaba sin llave y las chicas directamente la abrieron sin llamar. Recorrimos un corto pasillo y desembocamos en un gran living comedor donde, sentada a la mesa y mirando televisión, estaba toda una familia, incluidos tres chicos que apenas volvieron la cabeza para mirar con desinterés las minifaldas de las chicas y nuestro in disimulado morbo creciente.
La dueña de casa - la única que se había puesto de pie - con un gesto nos indicó las habitaciones: eran las que estaban allí, detrás de esas amplias y antiguas puertas dobles que nos separaban de ese ambiente donde la familia, sin inmutarse, continuaba cenando y charlando. Es decir, nuestro sexo comercial estaría apenas protegido y separado de la vida cotidiana por una pulgada de madera apolillada. Pero ya estábamos allí. Elegí una y mi amigo la de enfrente.
Entramos. La habitación era, evidentemente, el dormitorio matrimonial de la pareja que acabábamos de ver. Había ropa encima de una silla, zapatos en el piso y en un costado, exactamente frente a la cama de dos plazas, un antiguo ropero de madera lustrada que se preparaba a reflejar mi desempeño en el inmenso espejo biselado.
La muchacha estaba terminando de desvestirse, cuando alguien golpeó. Ahí fue cuando descubrí que esas puertas tampoco tenían cerradura con llave. Entreabrí y me encontré con la dueña de casa mirándome sonriente y portando en sus manos una palangana llena de agua y una toalla. Para recibirlas tuve que abrir más la puerta y otra vez me encontré con los ojos de los niños fijos en mí, pero acostumbrados a esa rutina que seguramente mantenía a la familia.
Entonces vino lo peor. Mi compañera ya estaba completamente desnuda - y muy bella por cierto - pero, antes de desvestirme, buscando algo más de privacidad y advirtiendo que la amplia ventana que daba al patio estaba abierta, me acerqué a cerrarla.
- Mirá lo que hay ahí, al lado de la ventana – indicó ella sin abandonar la cama.
Me asomé y a mi izquierda, adjunta a la casa, pude ver que había una pequeña y muy baja habitación tenuemente iluminada. La puerta estaba totalmente abierta y la única luz provenía de una vela encendida y sujetada en el pico de una botella, sobre una mesita. Pero allí no había un altar familiar con la imagen de una virgen, un santo o el gauchito Gil. Había una anciana serenamente acostada, con la mirada fija en el techo.
- Es la abuela de la casa, se está muriendo... – me dijo la muchacha en voz baja, tomándome de la mano y conduciéndome a la cama.
Una vez allí la jovencita comenzó la rutina comercial que le daba de comer, en busca de un final, en lo posible instantáneo. Pero yo no estaba para ningún final y ni siquiera para empezar nada. El brillo de la vela, de algún modo, ingresaba a la habitación y se reflejaba en el espejo del ropero, introduciendo la tristeza hasta mi último glóbulo rojo. Cerraba los ojos, pero no podía apartar de mi mente la imagen de esa anciana mirando el techo, escuchando tal vez a su única familia, reír y comentar sobre algún programa de televisión, todo eso que representaba la continuación de la vida mientras ella, sola en su cama, aferraba con sus pocas fuerzas el poquito que le quedaba. Y la vela, esa maldita y lúgubre vela, con visos religiosos, que alguien le había colocado a modo de velorio anticipado, confirmándole que lo suyo no tenía otra salida. La imaginaba allí, escuchando por la ventana, que había quedado abierta a la oscuridad del patio, los vanos y urgentes estímulos de la muchacha. Tanta vida y tanta muerte a tan pocos metros.
Un rato después, ya vestido y sin haber podido concretar nada parecido a lo que habíamos acordado, la joven me miró seria y dijo:
- Me tenés que pagar igual.
Era obvio, saqué el dinero y le pagué. Mi compañero llamó a la puerta, hacia tiempo que esperaba y tenía en sus manos un vaso de vino que el dueño de casa le había convidado, después de preguntarle de dónde era y todo lo relativo a nuestra estadía en la ciudad.
Antes de salir de la pieza miré instintivamente hacia la ventana.
Ya en la cocina, y mientras entregaba el dinero para pagar el costo de las habitaciones, uno de los chicos salió por la puerta que daba hacia el patio. Antes de que la dueña me diera el vuelto, el niño regresó corriendo y asustado.
- Me parece que la abuela se murió – dijo, agregando mientras todos salían –, no me contesta.
Los llantos desde el patio nos confirmaron la realidad que, al menos a mí, me estremecía y me urgía a salir de allí. No había recibido el vuelto, pero me encaminé al pasillo que conducía a la calle.
Han pasado casi cuarenta años, no soy dibujante ni pintor, pero creo que si tuviera esa habilidad podría representar hasta el último detalle de esa noche, de esa ventana, de esa mujer anciana despidiéndose de la luz, y de la muerte... mirándome por la ventana.
Rubén Antolín 10/10/09
Ay! Rubén!! cuanto sentimiento en este cuento!!!
ResponderEliminarrealmente pude meterme en la habitación... y ver todo lo que contás...
Realemnte muy bueno...