martes, 17 de febrero de 2015

SECUESTRO SEGUIDO DE MUERTE - (Cuento policial)

 Sebastián, malhumorado, miró la hora.
- Las cinco de la mañana – musitó mientras atendía el llamado de su teléfono celular. Sólo alcanzó a decir: - Hola – cuando una voz imperiosa lo interrumpió:
- ¿Sebastián? Soy yo, Gerardo, te necesito ahora. Tenés que venir a mi casa. Te espero.
La voz de su patrón, cliente y amigo sonaba nerviosa, y ese pedido, viniendo de él, era prácticamente una orden ineludible. Desde el inicio de su carrera de abogado, gran porcentaje de su trabajo había sido aportado por los casos de toda índole que Gerardo, su amigo de la infancia, casado con una joven heredera, le había ido confiando. Gerardo, recientemente, al morir su suegro, había tomado la administración de todas las empresas de su esposa y lo había nombrado asesor legal “full time” con un alto sueldo. 
-              Salgo para allá – contestó cortando la llamada con una mano y extendiendo la otra hacia el pantalón que colgaba de una silla.
- ¿Quién llamó? – preguntó somnolienta la muchacha que lo acompañaba.
-              Gerardo. Tengo que ir hasta su casa.
-              ¿Gerardo? Son las cinco, ¿pasó algo? ¿Se habrá enterado de lo nuestro? – preguntó ella abriendo los ojos, asustada.
-              No creo. Deber ser algún otro problema.
-              ¿Sigo durmiendo?
-              Sí. Si veo que me voy a demorar, te llamo. Si no lo hago, andá al trabajo y allá te cuento – contestó Sebastián saliendo de la habitación hacia el baño.
-              Se armó el lío. Vamos a ver qué pasa ahora – se dijo mientras se arreglaba. Sabía muy bien cual era el motivo de la llamada de su amigo. Gerardo había tenido una gran pelea con su esposa. Alguien, anónimamente, le había hecho saber a ella que su marido mantenía amores con Noemí, su secretaria. Sebastián conocía todo desde el principio. Él mismo había sido quien, por medio de una vieja amiga, había hecho saber, telefónicamente, la verdad de esa aventura. Y Noemí, la secretaria de Gerardo y la protagonista principal del escándalo, era la muchacha que había quedado durmiendo en su cama. No quería seguir compartiendo ese cuerpo joven y cálido que tan bien se adaptaba al suyo. La idea de descubrir a su amigo ante su esposa tenía como objeto la finalización de esa relación forzada que, según le había confiado la muchacha, no podía finalizar por temor al carácter autoritario y violento de Gerardo.
-              Ahora va a tener que dejar tranquila a Noemí. Incluso va a tener que despedirla. Yo me voy a ofrecer a darle trabajo en mi estudio particular, y allí, cada vez que Gerardo intente una comunicación con la muchacha, se lo haré saber a la esposa, del mismo modo que lo hice ahora.
Con esos pensamientos puso en marcha su auto y salió rumbo a la casa de Gerardo.
No era lejos. En pocos minutos estuvo frente a la vieja, pero cuidada, mansión familiar que había albergado a cuatro generaciones del mismo apellido e igual fortuna.    
Le sorprendió encontrar abierto, a esa hora, el gran portón de hierro forjado que daba entrada al espacioso parque que rodeaba la construcción principal.
En cuanto detuvo el auto, Gerardo salió de la casa y se le acercó.
-              Está abierto el portón – le hizo notar Sebastián.
-              Sí, yo lo dejé abierto, recién llego – contestó Gerardo.
-              ¿Pasó algo? No vi al sereno ni a los de seguridad.
-              No están. No hay nadie. Estoy solo. Les di franco a todos – dijo Gerardo indicándole con un ademán que entrara.
Cuando estuvieron en la cocina, Gerardo sirvió dos grandes tazas de café y luego, sentándose frente a su amigo, dijo:
-              Lo hice.
-              ¿Qué cosa? – preguntó Sebastián entrecerrando sus aún adormilados ojos.
-              La maté.
Sebastián sintió que su corazón se detenía. Con voz apenas audible, preguntó:
-              ¿Qué decís? ¿La mataste? ¿A quién?... ¿A... Irene, tu... esposa?
Gerardo, mientras tomaba café y con una frialdad que sorprendió a Sebastián, contestó con un gesto afirmativo de sus ojos.
-      Pero... ¿estás loco? ¡¿Cómo lo hiciste?! ¿Y cuándo?
-      Esta noche. Todo sucedió esta noche. Recién llego de enterrarla.
-      ¿La enterraste? ¿Adónde?
-      No lo sé. En algún lugar cercano a la ruta.
-      Pero... ¿Cómo? ¿La enterraste y no sabés dónde? – preguntó Sebastián entre aterrado y desconcertado.
-      No memoricé el lugar. No quise observar ningún detalle que pudiera hacerme acordar del lugar exacto.
Sebastián bajó su vista hasta el piso y se tomó la cabeza, confundido.
-      Esperá. Esto es muy grave... Contame todo desde el principio. ¿Cómo fue?
-      ¿Cómo la mate?
-      Sí, contame todo...
-      Le apreté el cuello. Fue fácil. Creí que demoraría más. Pero fue rápido. No sufrió.
-      Pero... ¿y por qué? Ustedes se llevaban bien...
-      Tenés razón... No llevábamos bien,... hasta que anoche ella se enteró de lo de Noemí.
-      ¿Lo de Noemí? ¿Se enteró lo de... tu secretaria y vos? – preguntó Sebastián simulando sorpresa.
-      Alguien se lo dijo por teléfono. Ya averiguaré quién. Por ahora no importa.
-      ¿Se lo dijeron por teléfono? ¿Y cómo reaccionó ella?
-      De la peor forma. Me dijo que iba a divorciarse. Pero antes de eso pensaba destituirme de mi cargo de presidente de las empresas.
-      Pero... ¿Y no había posibilidad de arreglar las cosas? Ella te quería mucho... Si le hubieras explicado...
-      ¡Nooo, estaba decidida! Me iba a hacer mierda. Te lo aseguro, no me dejó otra salida.
-      Pero... matarla... ¿Vos has pensado en el lío en que te has metido? ¿Cómo pensás arreglar esto?
-      Para eso te llamé... – dijo Gerardo, agregando: - ¿Ya pensaste algo?
Sebastián movió la cabeza, incrédulo. Nunca había calculado que su idea pudiera derivar en ese trágico resultado. Se sentía responsable de todo lo ocurrido. Y ahora Gerardo, sin sospechar de su intervención, le estaba pidiendo que concibiera el modo de salir airoso de la barbaridad que acababa de hacer: un asesinato en primer grado, agravado por el vínculo.
-      Es difícil. ¿Qué le vas a decir a su familia y a todos los que la conocían? ¿Que se fue de viaje de improviso?... Está muy gastado. Van a sospechar inmediatamente que la mataste. Te van a investigar. Van a venir a revisar esta casa. Una mínima prueba que encuentren... y vas preso por quince o más años. No es tan fácil ocultar una cagada como esta... – dijo Sebastián.
-      Ya veo que la carrera de abogado no agrega inventiva al cerebro de los estudiantes. A ver qué te parece esto. Es un plan que creo puede funcionar. Le he dado vueltas y vueltas y creo que puede andar,... pero necesito tu ayuda – dijo Gerardo, agregando inmediatamente con un guiño: - y vos sabés que a esos favores grandes, yo los pago bien...
Sebastián no contestó inmediatamente. Volvió a recordar a Noemí, la mujer que dormía en su cama. Gerardo le estaba pidiendo un favor inmenso, por lo complicado y riesgoso. Sebastián sabía que su profesión lo protegía de cualquier acusación de complicidad en que pudiera derivar ese caso. Pero igualmente las dudas lo oprimían.
-      A ver... ¿cómo es ese plan? - preguntó resignado.
-      Te lo sintetizo: La base es esta: A mi mujer la secuestraron. Ella tiene plata, es creíble que eso pase. Me enviaron una nota pidiendo un rescate de mucha guita y diciendo que si avisamos a la policía, la van a matar. Yo, desesperado, aviso a la policía. No volvemos a tener contacto con los secuestradores. Ella no aparece. No sabemos dónde está, ni qué hicieron con ella. El tiempo pasa, y ella no aparece. Sólo podemos pensar que la mataron...
Sebastián no pudo dejar de sorprenderse con la idea. Efectivamente, estaba muy bien elaborada. Y sonaba creíble.
-      No está mal. ¿Y dónde entro yo?
-      Vos tenés que ayudarme con la nota, que va a ser el único contacto que vamos a tener con los secuestradores. La vamos a hacer ahora con letras recortadas de revistas. Después te vas hasta la sucursal del correo más lejana que encontrés y la mandás a mi oficina. Así llega esta misma mañana. Yo la leo, me desespero, te llamo, me aconsejás avisar a la policía. Yo lo hago y lo que sigue es esperar que pase el tiempo. Algún día el juez va a tener que suponer que la mataron... y soy el único heredero. No tenemos hijos... Ella es hija única...
-      Mirá... la idea está bien. Es probable que suene creíble, pero... ¿vos estás seguro que nadie puede sospechar que vos podrías tener algún motivo para matarla? – preguntó Sebastián, agregando: - Mirá que sos el principal beneficiado. En cuanto vean que no aparece, te van a investigar antes que a nadie.
-      Nadie me ha visto jamás peleando con ella. La discusión por este tema de Noemí fue en nuestro dormitorio, solos, en la planta alta. Nadie escuchó esas palabras.
-      Y bueno,... es un riesgo, pero... no queda otra que intentarlo. Buscá algunas revistas,... pegamento y una tijera.
Gerardo salió de la cocina por unos minutos y regresó con varias revistas y los demás elementos necesarios para armar la nota.
Media hora más tarde la carta estaba lista para ser enviada. Gerardo leyó en voz alta:
-      “Señor Gerardo Herrera: Tenemos a su esposa. No la busque, no diga nada y por sobre todo, no avise a la policía. Prepare un millón de dólares en billetes usados. Pronto le vamos a indicar cómo se los vamos a cambiar por su esposa. Recuerde: Una sola palabra a la policía y vaya olvidándose de su esposa.”... ¿Qué te parece?
-      Y,... suena creíble... Vamos a ver qué dice la policía cuando la lean.
-      ¿Vos creés que puedan haber quedado huellas digitales? – preguntó Gerardo frotando la carta con una servilleta de papel.
-      No importa. Vos la vas a leer primero y después yo. Es natural que en ese momento dejemos nuestras huellas.
-      Tenés razón. La dejo así. Ahora andate a enviarla, lo más lejos posible pero dentro de la ciudad, así la reciben esta mañana en la oficina. Yo voy a ir a eso de las once. La leo, hago un poco de circo, para que Noemí vea mi desesperación, y te llamo. Cuando llegués, llamamos a la policía y les pedimos que no intervengan, que vamos a pagar el rescate. Lamentablemente los secuestradores se enteran de que la policía sabe lo sucedido y, para no correr riesgos, la matan y la entierran por ahí. Y listo, nunca más se supo de ella.
Sebastián salió de la casa, subió a su auto y minutos después, por la autopista, se dirigía hacia el otro extremo de la ciudad.
Cuando se sintió lo suficientemente lejos, preguntó en una estación de servicio y allí le señalaron una oficina de un correo privado. Una vez en el lugar, compró una estampilla para una carta simple y regresó al auto. Pegó la estampilla y luego, con cuidado de no ser observado desde el interior de la oficina, depositó la carta en el buzón instalado sobre la vereda. Después volvió al auto y se dirigió a su casa.
Noemí ya se había retirado temprano hacia el trabajo.
-      Dentro de un rato va a recibir la carta – pensó mientras se preparaba una taza de café.
Después de un desayuno liviano, se duchó y se cambió de ropas. Generalmente entraba a su oficina, ubicada en el mismo edificio donde trabajaba Noemí, alrededor de las nueve de la mañana, pero decidió hacer una última visita a Gerardo, para confirmarle sobre el envío de la carta y ultimar algún detalle que hubiera quedado sin prever.
Llegó a la mansión, que permanecía con su portón abierto, y entró.
Acababa de bajar de su auto cuando otro vehículo, que Sebastián reconoció de propiedad de Gerardo, ingresó al amplio patio y se detuvo. Cuando la mujer que manejaba abrió la puerta y bajó, Sebastián sintió que sus piernas se aflojaban. Era Irene, la supuestamente asesinada esposa de su amigo.
-      Hola, Sebastián, ¿buscás a Gerardo? – dijo ella, sonriente.
-      Sí,... tenía que... consultarle algunas cosas – balbuceó Sebastián sin entender nada de lo que veía.
-      ¿Te sentís bien? Estás pálido... – le hizo notar ella.
-      Sí, puede ser... Creo que me ha bajado la presión... – dijo Sebastián.
-      Pasá a la sala, ya te lo llamo a Gerardo y te hago servir un café. Eso te va a hacer bien – dijo ella entrando.
Sebastián la siguió lentamente al interior de la casa mientras trataba de adivinar qué era lo que verdaderamente había ocurrido. La mujer estaba viva y muy saludable. Gerardo, evidentemente le había mentido, pero ¿para qué? ¿Sabría de su participación en esa llamada? La mujer no parecía de mal humor, como se suponía debería estar alguien que ha recibido la noticia de una infidelidad. Además no podía entender por qué Gerardo acababa de hacerle enviar una carta sin sentido.
Se sentó en uno de los grandes sillones y trató de relajarse. Quince minutos más tarde sintió a Gerardo bajar por las escaleras.
Cuando lo tuvo enfrente lo miró a los ojos con un gesto serio.
-      Espero que tengas una buena explicación para lo que has hecho – le dijo.
-      ¿A qué te referís? – preguntó Gerardo sorprendido.
-      Me mentiste. Tu mujer está viva – dijo Sebastián bajando la voz.
-      No te mentí. Sólo me adelanté a contarte algo... antes de que sucediera – dijo Gerardo con la misma pasividad con que unas horas antes le había contado esa falsa historia.
-      ¿Cómo “antes de que sucediera”? ¿Qué querés decir?
-      Mi mujer está muerta. Acaba de morir hace un momento... del mismo modo que te había contado.
-      ¿Cómo? ¡¿Querés decir que... la mataste ahora, cuando subió a buscarte?! – exclamó Sebastián poniéndose de pie y subiendo, casi a la carrera y sin pedir autorización, la escalera que conducía al dormitorio principal.
En cuanto entró, vio a la mujer sobre la cama. Tenía un pañuelo fuertemente atado sobre el cuello. Iba a tocarla pero el brillo opaco de sus ojos semiabiertos le dijo que no había nada que hacer.
-      ¿Ves que no te mentí? Sólo me adelanté unas horas... Ahora ya está todo en orden... Sólo falta que me ayudés a enterrarla, estaba pensando... – empezó a decir Gerardo que lo había seguido hasta la habitación.
-      ¡Vos estás loco! ¡Estás reloco! ¡La mataste ahora! Ella llegó recién, habló conmigo y subió... Y la mataste. Igual que me habías dicho antes... – exclamó Sebastián indignado.
-      Es cierto, me apresuré a contarte algo que en ese momento era sólo un proyecto,... pero ahora es una realidad. No cambia nada... Ahora ambas cosas son pasado... y coinciden. Todo es verdad. Y ¿sabés una cosa? No me siento culpable. El verdadero culpable es el que le llamó por teléfono para decirle lo de Noemí. Ése fue el que armó todo este lío.
-      Pero... – recordó Sebastián –, cuando Irene llegó no parecía molesta, ni siquiera malhumorada...
-      Oh, ella era muy reservada y orgullosa. Jamás se hubiera permitido demostrar algo ante vos. Si la hubieras visto anoche no pensarías igual. Estaba indignada. Cuando vos llegaste, ella había salido a hacerse tomar la presión. Cuando se ponía nerviosa, le subía mucho. Ahora ya no sufre por eso ni por mi infidelidad. Sólo falta enterrarla... Para eso necesito que me ayudés... Sabés que tengo el corazón un poco jodido y no me puedo agitar mucho. Es un pozo grande... y no puedo llamar al jardinero. Ah, eso quería decirte,... cambié un poco la idea... La vamos a enterrar acá, en el jardín trasero... A ella le gustaban mucho las flores... – recordó Gerardo mirando por la ventana hacia los distintos canteros repletos de plantas y flores de todo tipo y color.
Sebastián sintió que estaba atrapado en un problema que no podía eludir. Y lamentablemente, tal cual había dicho Gerardo, justificándose, era un problema que él mismo había creado. Cualquier cosa que hiciera, que se alejara del plan elaborado por Gerardo, lo incluiría irremediablemente en el delito. Lo estremeció la posibilidad de ser encarcelado, acusado de una complicidad semejante. Maldijo la hora en que se le ocurrió urdir ese plan para alejar a Gerardo de Noemí. Después, lentamente y en silencio, se quitó el saco y lo colgó prolijamente sobre una silla. Observó una vez más a la hermosa mujer, muerta sobre su propia cama. La mirada indiferente de sus ojos azules parecía transmitirle una inexplicable sensación de resignación. Respiró profundamente. Luego tomó la pala que su amigo le alcanzaba en ese momento, y lentamente, bajó las escaleras rumbo al jardín.