sábado, 16 de enero de 2010

DE CAÑA Y PAPEL - Cuento - 1990


     
Es la hora de la siesta de un agosto  mendocino. El viento, que por la mañana fue una fría brisa, se ha ido transformando gracias al sol y al límpido cielo, en una tibia caricia que recorre una por una las altas copas de los álamos anunciándoles la cercana primavera.
En el potrero todo es luz, silencio, verde y mariposas.
Desde el camino, risas y voces de niños que se acercan, anuncian que el tiempo de la alegría ha llegado. Pocos minutos después cruzan lo que queda de un viejo alambrado y cambian el tranquilo paisaje por un mundo donde sólo cabe la felicidad, la risa, los colores y la vida: el mundo de los niños.
Ayudándose unos a otros comienzan a elevar sus barriletes. Hay para todos los gustos: multicolores o lisos, estrellas o romboidales, comprados o de fabricación casera. Pronto toman altura y distancia y poco a poco se van transformando en pequeñas figuras geométricas que dibujan el espacio con sus ondulantes colas de trapo.
Ellos, sin saberlo, cumplen uno de los más antiguos sueños del ser humano: volar. Volar sin miedo a caer, gozando en el más amplio sentido de la palabra libertad.
Cruzan en su vuelo por encima de tres quintas colindantes y casi al unísono sacuden sus colas en un movimiento apenas advertido por los niños. Es un saludo. Saludo que desde abajo es correspondido con un agitar de sombrero por un joven vestido de blanco.
Es Pascual. Vive allí, solo, trabajando la quinta que hasta hace unos años fuera de su madre.
Por esos misteriosos designios de Dios, Pascual ha nacido con algunas dificultades para hablar. Han sido muchas las bromas, el desprecio y la lástima que ha debido soportar en sus veinticinco años de vida. Ya casi no visita el pueblo. Su rutina diaria es trabajar y trabajar. La única interrupción es la llegada de los verduleros que vienen dos o tres veces por semana a comprar sus productos.
Él quiere mucho a los niños, pero no se atreve a acercárseles. Teme que alguno se ría de su problema y no quiere arriesgarse a tener un pensamiento de rabia que contamine la pureza de sus sentimientos. Por eso prefiere la amistad de los barriletes que, si bien es más lejana, a Pascual le parece más coincidente con el mundo de sueños en que le gustaría vivir.
Sabe que ellos lo conocen. Sabe que no es casualidad que al pasar sobre su casa ondulen de esa forma sus colas. Por eso todos los días los espera, sentado a la sombra de la higuera que reina en su patio. Y cuando al fin están sobre él, comienza a correr por entre los surcos agitando su pañuelo o su sombrero a la vez que con su imperfecta voz grita un largo: - ¡Ahhhh! - que ellos, sus amigos de caña y papel, interpretan inmediatamente como una bienvenida.
Pero no todo es amor y alegría en ese lugar. Omar, su vecino, es la antítesis de Pascual: hosco, malhumorado, renegado y ambicioso. Y envidioso. A pesar de las adversidades que rodean la vida de Pascual, Omar lo envidia. Envidia la felicidad que Pascual, aún dentro de su soledad, encuentra en las cosas más simples. Esa felicidad que él no logra apresar por tener su mente llena de remordimientos y rencor, derivados de la forma descuidada en que ha malgastado sus cincuenta y tantos años. Y aquí aparece otro detalle que en cierto modo explica esa envidia que carcome el alma de Omar: la juventud de Pascual que, a pesar de sus problemas citados, le otorga una ventaja que Omar ha visto escaparse entre sus dedos hace tiempo: la posibilidad de soñar un futuro perfecto.
Los dos viven de lo mismo: de las verduras que producen sus respectivas y vecinas propiedades. Sin embargo, por algún motivo que bien pudiera ser el carácter de cada uno, la mayoría de los verduleros prefieren comprarle a Pascual. Para esto deben pasar forzosamente por enfrente de la casa de Omar, echando involuntariamente un poco de leña en el fuego de los celos que enferman a éste.
En el patio de la casa de Omar, situada sobre la misma calle, a unos cincuenta metros de la de Pascual, también hay una higuera. Y allí está él, sentado al lado de una damajuana de vino y mirando con sus enrojecidos ojos cómo su vecino, contra toda lógica, le grita - “¡Ahhhh!”  - a los barriletes que los sobrevuelan todos los días desde hace un mes, a la hora de la siesta.
De pronto, se levanta y se dirige al interior de la casa. Su malvada mente ha tenido una idea a su parecer brillante. Ha encontrado cómo entretenerse y lo más importante: ha encontrado cómo molestar a Pascual.
Sale, escopeta en mano, y se sienta nuevamente a la sombra de la higuera. Termina de un trago el medio vaso de vino que le quedaba servido, luego apunta cuidadosamente al barrilete más cercano y dispara.
El estampido hace volar a todos los pájaros de doscientos metros a la redonda y detiene petrificado a Pascual entre los surcos.
Los niños, desde lejos, ignoran el origen del disparo y no le dan importancia. Pero uno de ellos siente que el hilo se afloja entre sus manos mientras ve a la distancia a su barrilete cayendo en algún lugar detrás de los álamos.
Pascual, mientras tanto, ha comprendido lo que ha pasado al ver a Omar, escopeta en mano, riendo a carcajadas en el patio de su casa. No le dice nada. Le teme. Ha reconocido el odio en sus ojos las veces que se han cruzado y a pesar de que él siempre lo ha saludado con un gesto, jamás ha recibido respuesta.
Corre hacia el lugar donde ha caído el barrilete a unos cincuenta metros de distancia y lo alza suavemente. Para él es un amigo qué ha sido malherido. Lo observa detenidamente. Es azul con flecos blancos y tiene forma de rombo. El escopetazo cortó la cola y el hilo, además de desgarrar un trozo de papel en el centro, rozando apenas una de las cañas.
Pascual lo lleva adentro de la casa. Sabe que el niño llegará pronto a buscarlo pero aprovecha ese tiempo para admirar de cerca lo que nunca pudo tener de niño. Lo coloca sobre la mesa de la cocina y se sienta a su lado con la misma expresión con que se cuida a un ser querido que está enfermo.
El pequeño, entretanto, se acerca por el camino mirando hacia donde calcula ha caído su barrilete.
De pronto, Omar le sale al cruce de entre los álamos que bordean el camino:
- ¿Qué buscas?
- Mi barrilete,... cayó por allá - dice el niño.
- Ah, era tuyo... No lo busques más, cayó en el canal y el agua se lo llevó. Yo lo vi pasar flotando para allá - miente Omar con el placer que sólo los malvados pueden sentir al desilusionar a un niño.
El pequeño se vuelve lamentando su mala suerte, pero con una firme determinación dentro de su cabeza: apenas llegue a su casa le pedirá a su padre que le haga otro barrilete igual al que acaba de perder.
………………………………………………………
Son las once de la noche. Pascual ha cenado hace más de una hora y ya comienza a pensar que el pequeño dueño del barrilete que tiene ocupando la mitad de su mesa, no llegará.
- Quizá mañana venga - piensa mientras lo acomoda sobre la cama que era de su madre. Luego se acuesta y se duerme. Esa noche sueña que ve su casa desde arriba mientras un niño a lo lejos le da más o menos hilo, manteniéndolo sobre los álamos y sorprendiendo a los pájaros y a los aviones.
Al otro día Pascual pasa toda la siesta observando a sus amigos del aire y esperando al dueño del barrilete azul con flecos blancos. Pero éste no llega.
Pascual no ha advertido que otro barrilete con iguales colores se ha sumado a los que quedaron el día antes. Es el nuevo, que el pequeño está estrenando en reemplazo del que duerme sobre la mesa de su cocina.
Al llegar la noche Pascual comprende que el niño, por alguna razón, no vendrá nunca, y decide reparar las heridas del barrilete. Hace un poquito de engrudo y con el único papel que encuentra, una hoja de cuaderno, pega un parche enmendando el desgarro lo más prolijo que puede. Con la cola de trapo no puede hacer nada. Sólo ha quedado un pedazo de unos treinta centímetros, pero para su objetivo decide dejarla así. Una vez terminada la faena, clava un clavo en la pared de la cocina y lo cuelga. Se aleja luego todo lo que puede hasta el otro lado de la mesa y desde allí, orgulloso, lo mira.
Es la primera vez en muchos años que ve algún adorno en las paredes de su cocina. De su madre sólo conserva un retrato colgado en la cabecera de su cama y una vieja foto familiar clavada detrás de la puerta.
Esa noche, curiosamente, se siente un poco menos solo.
Al otro día por la mañana, Pascual atiende a dos verduleros que han llegado a comprarle y luego ocupa el tiempo que le queda hasta el mediodía en regar cuidadosamente unos almácigos que pronto comenzarán a asomar de la tierra.
Después de almorzar sale al patio llevando en sus manos el barrilete azul con flecos blancos y se sienta bajo la higuera ubicando a éste cerca, sobre el horno.
Cuando, poco después de las dos de la tarde llegan los barriletes, los recibe como de costumbre: corriendo sombrero en mano y gritando de felicidad. Luego regresa hasta la higuera, toma el barrilete azul y lo levanta mostrándoselo a los que vuelan para que vean que todavía vive, que se salvó, que él lo amparó del ataque criminal que sufriera hace dos días.
Esa noche, cuando Pascual cuelga el barrilete en el clavo de la cocina, ve algo que lo detiene y paraliza: el papel de cuaderno con que remendara al barrilete es notoriamente más pequeño que el que recuerda haber pegado sobre el rasgón. Mira por detrás y nota que la herida en el papel azul también aparenta ser menor de lo que creyó ver hace poco más de veinticuatro horas cuando, comprendiendo que el niño no vendría, se atrevió a reparar con sus medios al barrilete. La caña mayor que había recibido el roce de una munición, se ve ahora intacta.
Cuelga el barrilete y se sienta pensativo a mirarlo. Horas más tarde se despierta allí mismo recostado sobre la mesa. El sueño lo ha vencido reflexionando sobre ese hecho inexplicable. Al otro día apenas se levanta observa detenidamente el barrilete. Nota las mismas diferencias que observara la noche antes, pero ante la falta de explicación lógica decide no darle importancia y continuar con su rutina de trabajo.
Por la siesta vuelve al rito cotidiano de divertirse a su manera jugando con los barriletes, cada uno en la altura en que lo ha colocado Dios.
Pero Omar a causa de la pobre venta que han tenido sus productos, está desde temprano alimentando su malhumor con vino y envidia.
De pronto recuerda lo que hiciera días atrás para molestar a Pascual y decide repetirlo. Va a buscar la escopeta y se sienta a esperar que algún barrilete vuele lo suficientemente bajo como para acertarle con facilidad.
Al cabo de un rato el viento, sin saberlo, cambia de dirección y le acerca el grupo multicolor hasta ponérselo encima. Apunta al que considera más vistoso - y por supuesto más caro - y hace fuego. El barrilete, una estrella roja y amarilla, parece quedar detenido en el aire y luego se desploma planeando hasta caer sobre la casa de Pascual. Éste, apretando los dientes de impotencia, ha observado todo y corre a buscar una escalera. La apoya contra la pared y pronto tiene en sus manos la nueva víctima de Omar.
La lleva a su cocina y colocándola sobre la mesa procede a examinar los daños. La cola también ha sido cortada, quedando sólo un metro y en un costado los flecos han desaparecido junto con un pedazo de papel amarillo del cuerpo de la estrella.
Decidido a esperar un día por si su dueño aparece a buscarla, la ubica cuidadosamente sobre la cama de su madre. Luego sale al patio a buscar al barrilete azul que ha quedado sobre el horno. Entonces la desazón inunda su alma. Los barriletes que instantes antes sobrevolaban el lugar se han alejado en dirección a los niños y, por la altura cada vez menor qué tienen, es evidente que éstos los están retirando del campo enrollando apresuradamente sus hilos. Han comprendido lo ocurrido y no quieren hacer correr riesgos a los que aún quedan sanos.
Al otro día Pascual espera en vano la llegada de sus amigos del aire.
A las cinco, cuando el sol comienza a bajar hacia la cordillera, entra a la casa. Toma la estrella malherida y la coloca sobre la mesa de la cocina. Luego repite lo que hiciera con el barrilete azul: le repara lo mejor posible las roturas y finalmente la cuelga de un clavo en la pared que le quedaba libre de adornos. Se aleja hacia la puerta y desde allí admira su redecorada cocina. Entonces, al mirar a ambos barriletes, nota algo que lo sobresalta. El rombo azul muestra en su centro un pequeño trozo de papel de cuaderno remendando una también pequeña rasgadura en su papel. Ahora no tiene dudas. La herida en el papel está cicatrizando tal cual le ocurriría a una herida hecha en su propia carne.
Sabe que ese hecho es inexplicable y que no admite razonamiento lógico. Pero lo tiene ante sí y luego de buscar inútilmente una respuesta, termina por aceptarlo como una realidad que no deja lugar a dudas.
Finalmente se acuesta a buscar un sueño que bien sabe demorará mucho en llegar.
Al otro día al entrar a la cocina lo espera una doble sorpresa. El barrilete azul está completamente sano y sin rastro alguno de papel de cuaderno. Y la estrella está sobre el piso, recostada sobre la pared donde cuelga el barrilete azul, justo debajo de éste.
Pascual vuelve a colgar la estrella en el lugar donde lo hiciera la noche anterior y comienza a desayunar pensativo. Algo está ocurriendo allí que no responde a lo que sus conocimientos le indican como normal. No puede determinar si es a causa de lo ocurrido con el barrilete azul que las heridas de la estrella también le parecen menores que cuando las reparara. Además, lo desconcierta el hecho de que, durante la noche, ésta haya caído de la pared donde la colgara y luego se haya ubicado en la pared de enfrente.
Con todas esas dudas sale a iniciar su día de trabajo.
Apenas ha dado unos pocos pasos fuera de la casa cuando regresa. Ha recordado que el barrilete azul está completamente sano y la ventana de la cocina abierta de par en par. Ya dispuesto a pensar que cualquier cosa es posible en su casa, cierra la ventana y la puerta dejando encerrados a ambos barriletes.
Al mediodía, cuando regresa a hacer su comida, encuentra a ambos barriletes en el piso, casi debajo de la mesa, uno al lado del otro. Decide aceptar la realidad y seguir el juego. ¿Ellos quieren estar juntos? Muy bien. Estarán juntos.
Cuelga el barrilete azul donde lo hiciera siempre y luego coloca a corta distancia un clavo donde cuelga la estrella. Quedan ambos tocándose con los flecos.
Las heridas de la estrella se han reducido, pero esta vez no lo sorprende. Ha comenzado a aceptar una realidad más amplia que la que rige para el común de los mortales.
…………………………………………
Han pasado quince días. Los barriletes de los niños no han regresado al lugar. Pascual ha empezado a acostumbrarse a la idea y se consuela sabiendo que tiene en su casa a dos de sus amigos que, además de volar, quieren estar juntos aún en tierra y colgados de la pared de su cocina.
La estrella también está completamente curada y seguramente sólo necesitaría unos centenares de metros de hilo para hacerlos remontar vuelo a ambos. Pero no quiere hacerlo. Omar está allí cerca, siempre borracho, destilando odio a todo lo que pueda llegar a ser vida o amor.
Una mañana, cuando Pascual entra a la cocina a desayunar, debe detenerse en la puerta y tomarse del marco para no caer. Sus piernas se han aflojado. Su capacidad de asombro ha sido colmada por una realidad que parece no tener límites: Debajo de sus amigos colgados en la pared, hay un pequeño barrilete azul con flecos amarillos de unos treinta centímetros de altura.
Lo toma con cuidado, pues sabe exactamente qué cosa es: Es el hijo de la estrella rosada y amarilla y del barrilete azul.
Busca un martillo y un clavo y pronto el pequeño descansa colgado entre sus padres.
Pascual desayuna mirando la imagen de sus tres barriletes. 
- En verdad ese primogénito es muy parecido a su padre - piensa.
Una semana después el pequeño barriletito ha crecido lo suficiente como para que Pascual crea necesario cambiar de lugar su clavo a fin de que todos puedan estirar sus flecos sin molestarse. Termina con esa tarea y sale a trabajar su quinta como de costumbre. En eso está, cortando yuyos del borde de la acequia y aprovechando que aún se puede trabajar a la siesta, cuando al mirar hacia la casa un grito escapa de su garganta. Una ráfaga de viento ha abierto la ventana y por ella ve salir planeando a sus tres amigos de caña y papel.
Pasan por debajo del parral que bordea la casa y luego, esquivando el alambre de colgar la ropa, buscan el cielo límpido cual pájaros multicolores.
Pascual no se ha movido. El peso de la soledad que siente cernirse sobre él lo ha dejado plantado sobre el borde de la acequia con el azadón apoyado junto a sus pies.
Las lágrimas han brotado de sus ojos y ya le bañan el rostro. Cada metro que los barriletes se elevan es un metro más que la soledad se acerca nuevamente a su vida. Cada dibujo que sus crecidas colas hacen en el aire, es más gris y triste su cocina. Cada rayo de sol que se detiene a admirar de cerca los coloridos flecos, son más oscuras las futuras noches.
De pronto ve algo que le hiela la poca sangre que aún circula por su apesadumbrado corazón: Omar ha entrado a la casa y ha salido con la escopeta en sus manos. La está cargando mientras mira a los barriletes qué sobrevuelan la casa de Pascual, al parecer enseñando al pequeño a enfrentar el viento. Entonces sus pies se despegan del piso y azadón en mano comienza a correr hacia Omar. Pasa de un salto el alambrado que separa las dos quintas y se dispone a continuar hacia el lugar donde se encuentra su vecino. Tiene que detenerlo.
Entonces siente a la vez el disparo... y el dolor en el pecho.
Se toca la blanca camisa donde ha comenzado a formarse una gran mancha roja y cae, arrodillado en el callejón, mientras el día soleado comienza a ponerse primero nublado y luego oscura noche para sus ojos.
Allí queda, boca abajo, manchando con su sangre la verde gramilla del callejón de Omar que, escopeta en mano, lo observa desde la sombra de su higuera.
- Él tuvo la culpa, se metió en territorio privado sin permiso - dice en voz alta justificándose.
De pronto algo le rodea el cuello. Trata de sacárselo pensando que es algo traído por el viento que ha comenzado a correr, pero no lo logra del primer manotón. Entonces mira hacia arriba y los ve. Tanto el barrilete azul como la estrella amarilla y rosa, han enlazado su cuello con sus crecidas colas de trapo y están tirando con todas sus fuerzas mientras el pequeño observa revoloteando sobre Pascual.
Omar tira fuertemente de las colas pero no logra cortarlas. El viento ha aumentado y ayuda a los barriletes en su lucha, pero nuevos y más fuertes tirones hacen crujir las livianas cañas.
Pero el corazón de Omar, cansado de esa vida torturada y de sólo albergar odio y mal humor, no soporta el terror que le provocan esos dos seres supuestamente inanimados atacando con sus precarios medios en defensa de un amigo.
Omar sólo siente una gran puntada en el centro del pecho. Alcanza a comprender que todo se termina. Luego cae de espaldas con los ojos abiertos, como mirando ese cielo que no lo recibirá en su seno.
Allí quedan los dos, a escasos veinte metros de distancia bajo el sol de un septiembre mendocino que no habrá de pintar una nueva primavera para ellos.

Algunos dicen que aquí termina esta historia, pero hay quienes agregan otros detalles que, juzgando el cariz de los hechos ocurridos en casa de Pascual, bien debieran tenerse en cuenta y creerse, como yo los he creído.
Dicen que desde entonces todas las tardes, a la hora de la siesta, sobre la casa que fuera de Pascual se suelen ver cuatro barriletes que inexplicablemente no se sostienen con hilos desde ningún lugar. Uno es azul con flecos blancos y tiene forma de rombo; otro es una estrella color rosa y amarillo; otro, más pequeño, pero igualmente hábil volador, también tiene forma romboidal y es azul con flecos amarillos... Finalmente el cuarto, de igual forma, es blanco con flecos del mismo color. Los que les vieron por primera vez cuentan que éste último inicialmente tenía un gran remiendo rojo en el centro, pero que ahora ha comenzado a verse cada vez más chico, llegando a ser como una pequeña estampilla roja que, sin lugar a dudas, para Navidad habrá desaparecido totalmente...







Fragmento Inicial de mi libro "CAZANDO"




Hoy he regresado a uno de aquellos escenarios. El paisaje, en su mayoría, sigue siendo el mismo. El molino, ruidoso y monótono, continúa girando lentamente allá en lo alto, desafiando la brisa de la tarde. El tanque de chapa de zinc, remendado cien veces y todavía con algunas pérdidas incurables, se mantiene lleno de agua transparente y fresca. El cuadro alambrado, rodeando el conjunto y separándolo de los bebederos de cemento, salvaguarda un grupo de morenitas de la gula de vacas y caballos. A su alrededor, el amplio sector descampado, trillado por millones de pisadas de pezuñas, al cual desembocan decenas de sendas, verdaderas acequias profundizadas a base de tiempo y transitar de animales, indica que allí se bebe. Todo está igual.
Está atardeciendo. La sombra de los montes comienza a tornarse indefinida y misteriosa. Como despidiendo al sol que acaba de desaparecer detrás de una isleta de algarrobos, se escuchan los mugidos lejanos de las vacas. Es el único sonido que se oye alternadamente y desde distintas direcciones. El resto es silencio. Estoy en el campo.
Es el mismo campo, la misma tierra seca y salitrosa que alguna vez escudriñé en busca de una huella de jabalí. En busca de una emoción más. No se puede trasmitir una emoción, al menos no en su totalidad. La música, un perfume, o una determinada poesía, a veces logran conmovernos en forma similar a la del artista que creó esos detalles o sonidos u ordenó esas palabras. Pero nunca en su total dimensión. Con los relatos sobre cacerías sucede lo mismo: uno tiene que haber estado allí. Por las mañanas, apenas salido el sol, revisando las huellas en las pasadas de los chanchos, por debajo de los alambrados, sobre la tierra cubierta de rocío aún congelado. Evaluar la humedad de la tierra removida en las pisadas, los pelos enganchados en los montes espinosos y hasta el olor, característico, que queda impregnado en todo lo que el chancho ha tocado; todo detalle es importante para calcular si la huella ha sido reciente o antigua.
Mis dos hermanos y yo hemos vivido todas esas experiencias desde muy temprana edad. Mi padre era cazador desde antes de nuestro nacimiento y mantuvo esa costumbre hasta poco antes de morir. En caza menor prácticamente hemos cazado ejemplares de todas las especies que habitaban las provincias de Mendoza, La Pampa y San Luis. Pero solamente como complemento de otras salidas, nunca organizamos una  cacería de perdices o peludos. Lo que siempre nos interesó a los cuatro fue la caza mayor.
Voy a relatar aquí algunas de esas excursiones. Jabalíes, guanacos y ciervos, esas son las piezas que pueden cazarse en esa categoría aquí, en la zona central de la Argentina. Descarto el puma porque considero que, salvo en casos específicos en que se lo persigue con perros luego de una matanza de animales, generalmente se lo caza en un encuentro casual, cuando uno está orientado a otra pieza. Las variedades nombradas anteriormente pueblan lugares concretos del país en donde, permiso mediante o coraje furtivo, se los puede ubicar y, circunstancialmente cazar.
Antes de comenzar a relatar las distintas anécdotas que mi memoria ha conservado, quiero confesar que respecto a las cacerías de guanacos y ciervos colorados siempre tuve un defecto imperdonable para un cazador: me daba lástima matarlos. También reconozco que ese detalle no me impidió cazarlos y comerlos luego con devoción. En realidad creo que lo que más disfruté de esas cacerías era la posibilidad de estar en el campo, esa porción de vida salvaje que todavía queda impregnada en esos paisajes agrestes, inalterables algunos desde la llegada del hombre a América. El aire puro y fresco – a veces demasiado - de las mañanas; el sol, siempre bienvenido durante el invierno y las noches largas y misteriosas, tan frías en el rostro, tan cálidas dentro de la bolsa de dormir, cerca de los restos de un fogón.
Hace varios años, en una cacería en la zona del Payén, siendo el único tirador, maté siete guanacos. Esa misma madrugada habíamos salido desde General Alvear, eran las once de la mañana y habíamos cazado todo lo que admitía la capacidad de nuestro vehículo. Si hubiéramos ido a cazar vacas, podría habernos costado más trabajo.
Actualmente, con los nuevos caminos, algunos enripiados y la mayoría mantenidos periódicamente por empresas viales, teniendo un vehículo y un fusil, cazar guanacos no tiene ninguna dificultad; el mayor riesgo lo representan los guarda parques, que hoy cuentan con recursos legales para complicarle la vida a cualquiera. ¿Dije a cualquiera? Quise decir: A cualquiera que no resida en esos campos de la precordillera.
Ese mediodía, después de haber cargado la camioneta de guanacos, mientras comía un sándwich de jamón y queso, mirando el cerro Payén con los ojos entrecerrados por la fría brisa, me prometí no volver a disparar jamás contra un guanaco. Extiendo desde aquí, en forma escrita, la misma promesa a los ciervos colorados, que siguen pastando allí, en los bordes de la ruta 35, en el sur de esa Pampa que quiero tanto. Los jabalíes no me han hecho nada malo ni especial que los convierta en mis enemigos, los considero como parte de la vida que habita el mismo mundo que yo piso y, en cierto modo, regresando a nuestros orígenes y dando pie a una broma fácil, una especie de parientes lejanos; pero por ahora no me pidan ninguna promesa de no agresión. Todavía me gustaría meterme en un pozo, cercano a una aguada, y pasar toda la noche esperándolos. ...//...  (Continúa)

De mi Libro "CAZANDO" (Autobiográfico Inédito)