viernes, 9 de enero de 2015

LA NOCHE DEL JABALÍ (relato lugareño)

Sobre la oscura cocina a leña, la pava llena de agua hasta el tope sisea sin decidirse a hervir. La habitación es reducida y al igual que el resto de la edificación está construida de ladrillos pega­dos con barro. El techo de chapas, teñido de hollín y la pequeña ventana contribuyen a oscurecer aún más el ambiente a pesar de ser ya pasadas las diez de la mañana. Afuera, sobre la cola del molino, varios loros se disputan ruidosamente un espacio para detenerse antes de bajar a beber al tanque y al bebedero. El sol pega con la discreta luminosidad que el invierno le per­mite y aún en la sombra de los montes se observan blanquecinos rastros de la helada.
De la habitación situada frente a la cocina sale un hombre. Tendrá unos setenta años. Lleva anchas bombachas grises y una gastada campera de corderoy marrón. El frío, la tierra y el sol, inevitables en estos lugares, han teñido y curtido su piel dándole ese aspecto característico del hombre de campo del sur mendocino.
Entra en la cocina, toma el mate de la desvencijada mesa, lo prepara y se sien­ta al calor del fuego a matear. Toma amargo. Por la puerta - unos centímetros más baja que el marco - un rayo de luz lo ilumina. De un pequeño estante, formado por un ladrillo atravesado al construir la pared, toma una piedra de afilar y la pone sobre la mesa. Saca el cuchillo de su cintura y, luego de mojarlo con un rá­pido movimiento en un balde de agua que está al lado de la antigua cocina de hierro, comienza a repasarlo lentamente en la piedra, sin abandonar el mate. Los loros, con un recrudecer de sus graznidos y aleteos le avisan que alguien o algo viene llegando. El paso del caballo retumbando en la semi congelada tierra es reconocido inmediatamente por el viejo, que se apura a cebar un mate dulce para recibir a su hijo.
El primero que llega es Blanquito, que alguna vez cuando cachorro fuera merecedor de ese nombre y que, años y tierra mediante, se ha transformado en un despeluchado perro grisáceo y de humor indefinido, ya que por una desafortunada pisada de caballo perdió la cola cuando tenía tres meses de edad.
El viejo lo siente apoyarse jadeando contra la puerta y sale mate en mano a recibir al muchacho, que ha llegado al palenque y está atando el caballo.
Es joven. Dieciséis o diecisiete años que ya comienzan a sombrearle el rostro con un presagio de barba. Viste bombachas oscuras y un largo y grueso camperón de cuero negro, por cuyas resquebrajadas mangas emergen dos fibrosas manos pálidas de frío. Completa el atuendo un par de botines de rezago militar.
- ¿Todo bien, m'hijo? -  pregunta el viejo alcanzándole el mate.
El joven le da una larga chupada a la bombilla y luego de un instante en que su lengua y sus mandíbulas recuperan parte de su habilidad contesta:
- Todo bien, papá... Eso sí, mucho frío... Todas las bebidas van a estar congela­das por lo menos hasta las once, cuando el sol empiece a darles más de lleno.
Mientras hablan, caminan hacia el interior. Una vez allí el viejo saca de una fiambrera un costillar de vaca algo teñido por el humo. Corta un pe­dazo, guarda el resto, sala el trozo elegido, lo coloca en una bandeja y lo mete al horno de la cocina.
-  Ariel, todavía quedan algunos tomates, pélese unos y hágase una ensalada.-  dice a su hijo mientras echa unas astillas de algarrobo al fuego.
El muchacho saca cuatro tomates de una bandeja de mimbre ubicada sobre un modes­to aparador y comienza a cortarlos dejándolos caer en un plato hondo.
-  Un chancho grande estuvo comiendo en la vaca muerta - comenta sin levantar la cabeza.
-  ¿Ah, sí? - dice el padre y agrega como contestando su propio y breve comentario: - Y... sí, siempre van a comer en los bichos muertos, por eso les dicen chanchos.
-  Vino anoche... y anteanoche también - dice el muchacho sin dejar de mirar la ensalada que está preparando.
-  ¿Y… ? - pregunta el padre sentándose a la mesa con la pava y el mate listos para recomenzar el rito.
-  Va a volver esta noche... Es luna llena... Sería lindo esperarlo... digo... si usted me prestara la escopeta grande. Es acá cerca... yo podría...
-  No - interrumpe el viejo, - si es un padrillo grande es muy peligroso... Además no nos hace falta carne todavía.
-  No es sólo por eso, papá, - insiste el muchacho levantando la cabeza -, por las huellas creo que es el mismo que nos mató las ovejas.
-  Bah, tres ovejas viejas que quedaban y que tarde o temprano iban a comerse los pumas.
-  Pero acuérdese que nosotros vimos las huellas, papá, fue un chancho, un chancho grande... A mí me parece que es el mismo que anoche comió en la vaca muerta, hay pocos chanchos así de grandes. Si usted quisiera...
El muchacho deja el final de la frase en el aire y alcanza a esperanzarse un instante en el silencio del viejo, pero éste al terminar el mate dice, convencido:
-  No, no vale la pena correr el riesgo, esta noche también hará mucho frío y después de todo, un chancho cojudo es duro para comer. Es pasar frío al pedo.
-  Yo me quedaría a esperarlo, papá, por gustada nomás,... pero con el 22 no le ha­go nada... Ahora, con su escopeta la cosa cambia - dice el muchacho entusiasmado.
-  Sí, pero no -  replica el viejo -, a esos bichos hay que cazarlos con fusil, que se puede tirar de más lejos... o con perros... Nosotros con la escopeta tenemos que tirar de quince o veinte metros... y eso si se le pega, porque con la luna no se apunta como en el día... Además no tengo cartuchos cargados con bala. ¿Y perro?... con el Blanquito apenas podemos agarrar un piche o una liebre dormida... El pobre ya no da para más. Mejor déjelo al chancho que haga pasada en algún alambrado y mañana o pasado vamos juntos y le ponemos un lazo de alambre trenzado, es más seguro.
-  Si es por los plomos de los cartuchos, usted me enseñó a hacerlos, no sería problema - opina el joven.
 -  No - contesta el padre levantándose con un gesto que permite advertir que da por agotado el tema.
El joven no insiste más. No quiere arriesgar la buena relación que siempre ha habido entre ellos.
Almuerzan temprano hablando de mil cosas referentes al campo que cuidan y luego de una corta siesta, el padre se sienta en una pequeña silla al sol a trenzar un lazo que ya lleva más de siete metros y al que tiene pensado terminar con doce. El hijo, luego de atar detrás de su caballo una precaria rastra, sale con el animal de tiro y un hacha al hombro a buscar leña.
Apenas se ha alejado por la huella cuando el lejano ruido de un motor lo hace detener. Deja el caballo en el lugar y corre a la casa. El padre también lo ha escuchado y dice mirando hacia el camino:
-  Debe ser Don Martínez, creo que es su camioneta.
-  ¿Y qué querrá hoy el patrón? - se pregunta el muchacho -, nunca viene los martes.
Algunos minutos después llega la camioneta. Desciende un hombre canoso y algo gordo y se acerca sonriente a los dos que han salido a recibirle
-  ¿Cómo le va, Don Martínez? ¿Qué ha pasado que se ha largado hoy para estos lados?
-  A usted lo vengo a buscar, Don Andrada - dice el patrón dirigiéndose al viejo.
-  ¿A mí?... ¿Y para qué? - pregunta el hombre enrollando los tientos y el lazo em­pezado que aún tiene en las manos.
-  Llegó esto a mi casa - responde alcanzándole un sobre -. Es para usted.
El viejo lo recibe, lo mira y estirando la mano lo devuelve a Don Martínez.
-  ¿Qué es?... Yo no sé leer... – dice.
-  Ya lo sé -  aclara el patrón -. Por eso me tomé la atribución y lo abrí y lo leí en mi casa. Acá lo citan a usted mañana a primera hora para cobrar la primera jubilación.
-  ¿La jubilación? -  exclama el viejo sonriente -. ¡Al fin salió la jubilación!... ¿Y es para mañana dice?... ¿Y a cobrar?...
-  Para mañana, por eso vine a buscarlo ahora; porque si vengo por la mañana vamos a llegar tarde. Usted se viene conmigo, duerme en mi casa y a las siete está en el banco para cobrar.
-  ¡La jubilación!... ¡Ya creía que no iba a salir nunca!... ¿Y para mañana di­ce que es?... ¡Y bueno, habrá que ir nomás!. Espéreme un poco que me lavo y me cambio estas pilchas. Al banco no voy a ir así, ¿no?
-  No, yo decía, para andar más rápido, que se trajera lo que se quiere poner mañana y allá en mi casa se lava tranquilo, ¿qué le parece?... Mañana, cuando termine con eso yo lo traigo de una disparada. De paso traigo los repuestos del molino del sur.
- Bueno - dice el viejo y antes de entrar en la habitación grande ordena a su hijo que ha permanecido callado hasta ahora pero sonriendo feliz por el acontecimien­to: - ¡Ariel! cébele un mate al patrón que yo ya salgo con la ropa.
El muchacho entra rápido a la cocina y sale con la humeante pava y el mate en las manos.
-  ¿Acá afuera va a tomar o quiere pasar y sentarse? - pregunta mientras ceba el modesto mate retobado en cuero.
-  Acá nomás -  dice el patrón -. Al solcito se está bien. Parece que anoche heló fuerte, ¿no?
-  Sí, las bebidas estuvieron duras hasta tarde - comenta el joven.
Momentos después sale el viejo con un atado de ropa en una mano y unas lustrosas botas negras en la otra.
-  ¡A la pucha! Parece que va a haber estreno - dice el patrón observando que las botas son nuevas.
El viejo sonríe feliz y bromea:
-  Sí, las guardaba para un baile pero me las voy a poner ahora nomás.
Suben a la camioneta entre chistes y risas.
-  Le encargo todo, m'hijo - recomienda al muchacho mientras el vehículo parte.
-  Vaya tranquilo, papá - grita el joven saludando con la mano.


Al quedarse solo, Ariel alza nuevamente el hacha y sale en dirección al lugar donde dejara a su caballo atado a la rastra. Al llegar lo toma del cabestro y lo guía hacia un alpataco seco que ha observado esa mañana al pasar. Comienza a hachar lo poco que sobresale del espinoso arbusto y luego va arrancando del medanoso suelo las gruesas raíces que una vez trozadas coloca sobre la rastra. Cuando la carga le parece suficiente emprende el camino de regreso. De pronto se detiene. Unas antiguas pero aún claras huellas de jabalí en el suelo le recuerdan otras huellas: las del jaba­lí grande, el que comió de la vaca muerta, el que esa noche va a volver.
Sigue caminando con el caballo de tiro mientras en su mente bullen y se contraponen las ideas. La escopeta está en la casa, parada en el rincón de siempre. Y su padre no volverá hasta el otro día a la mañana. No tiene cartuchos con bala pero él sabe fabricarlos derritiendo las mismas municiones. Pero prometió quedarse en la casa. "Vaya tranquilo" había dicho a modo de saludo cuando la camioneta partía. Claro que, si cuando su padre vuelva a la casa, el chancho está colgado en la enramada, no se va a enojar... Al contrario... se va a alegrar... ese bicho ha hecho mucho daño y él está seguro de que es el mismo que mató a las únicas tres ovejas que les quedaron de la peste del año pasado.
Finalmente llega al lugar donde siempre hace la pila de leña, desata el caballo y dejando allí la rastra cargada, lo lleva hasta el palenque y lo ata. Luego en­tra a la habitación grande y regresa inmediatamente trayendo en sus manos la es­copeta y un puñado de cartuchos. Entra en la cocina y deja todo sobre la mesa. Agrega leña al fuego y, mientras éste se reaviva, toma un cartucho y con la punta de un cuchillo le saca la tapa de cartón, dejando las municiones a la vista. Repite la operación con otros dos proyectiles que coloca parados sobre la mesa. Lue­go toma una pequeña cucharita y tratando de ser prolijo, comienza a cavar un hoyito en la apisonada tierra de la habitación. Cuando termina hace otros dos iguales. Busca en un cajón del aparador y saca un cucharón de bronce, coloca en él las municiones de un cartucho y después, con mucho cuidado, lo lleva a las brasas sin dejar de sostenerlo, protegiéndose con un repasador del calor que pronto subirá por el mango. Pocos minutos más tarde en el cucharón se observa un pequeño laguito plateado. Lo retira del fuego y muy lentamente vierte el plomo derretido en uno de los pocitos del piso. Hace lo mismo con las municiones de los otros dos cartuchos y al poco rato, cuando el metal se ha solidificado, valiéndose de la punta del cuchillo extrae del pi­so los tres semi terminados proyectiles. Con un jarrito los moja antes de tocarlos hasta asegurarse de que están fríos. Entonces los toma y los prueba en la punta del caño de la escopeta. Uno pasa, los otros dos no. Introduce el más pequeño en un cartucho y comienza a rebajar los otros pacientemente raspándolos con el cuchillo hasta darles la medida exacta del caño. Cuando lo logra pone ambos proyectiles en los restantes cartuchos. Ya tie­ne con qué matar al jabalí.
Necesita abrigo, la noche será larga y muy fría. Va apilando sobre la mesa varias frazadas que acarrea desde la otra habitación.
-  Primero voy a hacer un pozo - piensa.
Sale. Se agarra de la tusa del caballo y lo monta de un salto. Irá en pelo y guiando con el bozal y el cabestro. Al pasar toma una pala que está contra la pared y sale trotando por la huella.
Pocos minutos después está en el lugar. Es un salitroso claro rodeado por tamarindos a un lado y un espeso pichanal al otro. La vaca está muerta desde hace más de una semana. Los jotes, los zorros y últimamente los jabalíes, van dando cuenta de ella día a día, noche a noche. Un gran porcentaje de lo que queda es huesos y cuero seco. En pocos días la abandonarán a las hormigas.
El muchacho revisa prolijamente el piso buscando las huellas del chancho grande. Quiere saber el lugar exacto por dónde entró al claro y por dónde sale después de comer.
Cuando encuentra los rastros, con una sola mirada señala el mejor lugar para ha­cer el apostadero. Es un bordo entre las pichanas a unos quince metros de la vaca y a igual distancia de la senda que utiliza el jabalí para llegar.
Comienza a cavar. El suelo en ese lugar es algo medanoso y las primeras paladas salen abundantes, pero al ir ganando profundidad, la tierra húmeda y dura se resiste a la pala. Transpira. Una gran araña pollito, malhumorada por haber sido despertada antes de la primavera se sacude entre el polvo y huye hacia el pichanal.
Son casi las cuatro de la tarde y el sol comienza a perder fuerza. Finaliza el pozo. Tiene forma de asiento y es copia del que alguna vez le viera hacer a un cazador que vino de La Pampa y que en una sola noche mató a dos chanchos en un charco cercano.
Corta con la pala varias ramas de algarrobo y algunos renuevos de chañar y los va apilando detrás del apostadero hasta que considera que en la noche, aún equi­vocando la senda, ningún jabalí le aparecerá por la espalda.
Mira el sol. Tiene el tiempo justo. Clava la pala junto al pozo, salta al caballo y sale al galope.
Llega a la casa. Blanquito lo recibe en el camino. Deja el caballo cerca de la puerta atado a los barrotes de una ventana y comienza a cargarle en el lomo las frazadas. Le parecen poco abrigo, agrega tres pellones y ata todo con una cincha.
Ingresa a la cocina y se sienta a comer el asado que sobró del almuerzo. Por la puerta abierta, el sol le avisa que pronto desaparecerá detrás de los montes. Envuelve en un papel lo que queda de la carne asada y mete el paquete en una bolsa. Agrega un pedazo de pan y una caramañola de plástico con agua.
Antes de salir, su mirada se encuentra con una botella de caña que lo observa desde arriba del aparador. La lleva.
Con la pava apaga el fuego de la cocina y sale, llevando hasta una pila de ladri­llos la escopeta y la bolsa. Cierra las puertas de las dos habitaciones que com­ponen la casa, desata el caballo y lo monta. Se arrima a la pila de ladrillos y toma el arma y la bolsa. Antes de partir controla si lleva todo: cartuchos, cuchillo, agua, comida, abrigo. Está todo. Reta al perro para que no lo siga y sale al trotecito por la huella.


Es de noche. La luna salió al oscurecer y ya ha sobrepasado la altura de los tamarindos. El monte guarda silencio, sólo interrumpido de a ratos por lejanos mugidos. La helada llega con la huida del sol y se está haciendo notar en las orejas y la nariz de Ariel. Se envuelve la cabeza con una manta, pero enseguida nota que cualquier pequeño ruido del monte sería imperceptible y se destapa. Sabe, a pesar de ser la primera vez que espera a un jabalí,  que éste, si es un macho, anda solo y llega despacio, desconfiando de todo.
Ahora es cuestión de esperar. En algún momento de la noche, el chancho llegará. Tiene la escopeta cruzada sobre las rodillas. Está montada, lista para tirar. No quiere correr el riesgo de alertar al animal con el clic que produce el martillo al montarse. Le ha puesto dos de los cartuchos que ha cargado con bala y tiene el otro a mano sobre el bordo de tierra que circunda al pozo. Éste es bastante pro­fundo y sólo emerge de la tierra la cabeza del muchacho, disimulada entre las al­tas pichanas que lo rodean. Si se queda quieto, el chancho no lo verá. Pero el frío conspira contra sus intenciones de no moverse y comienza a congelarle las manos. Se las envuelve en el poncho que tiene sobre los hombros. Está sin guantes pero de tenerlos sólo podría usar el izquierdo. Los dedos que controlan el gatillo deben ser sensibles. De pronto un zorro entra al claro trotando y se pone a tironear el cuero reseco de la vaca. Esto, luego de sorprenderlo un instan­te, le trae tranquilidad. El zorro también es muy cuidadoso y si él no lo ha visto ni olfateado, el chancho tampoco lo hará.
Mientras lo observa, su mente recorre mil cosas pasadas y por pasar: "Su padre, finalmente jubilado después de tantos años de trabajo, siempre en el campo. Sus hermanos, allá en Buenos Aires, sin escribir ni mandar a decir nada desde hace tanto tiempo. Su madre, muerta repentinamente un 25 de mayo, después de ver el desfile escolar en el pueblo y el recuerdo de ese último abrazo que le diera, aún con el impecable guardapolvo puesto. Siente que una lágrima le enfría el rostro y tratando de pensar en otra cosa, lleva sus pensamientos a todo lo que desea hacer en el futuro. A su padre no lo puede sacar del campo y a esta altura tampoco lo puede dejar solo. Pero a él le gusta el pueblo. Desde que terminó la primaria, sólo ha ido unas pocas veces. La última vez que fue lo encontró al Marcelo, que iba a la escuela con él y se sentaba a su izquierda. Ahí se enteró que ya estaba de novio y por segunda vez. Por eso quiere ir a vivir al pueblo, porque en el campo no hay chicas y si se queda ahí nunca se va a casar. Pero no se anima a decírselo al padre. Quizá ahora que éste cobre la jubilación, como no le va a hacer falta tanto el trabajo del campo, se decida. Pero no, tendría que vender las pocas vacas que tiene allí y no se imagina a su padre en el pueblo y mucho menos llevando pantalones angostos. Toda la vida usó bombachas, cuanto más anchas mejor. Pronto lo sortearán para el servicio militar. Ha oído que otros muchachos de su edad quisieran salvarse con un número bajo. No los entiende. Él espera ese sorteo como la gran oportunidad de ir a vivir a la ciudad. Aunque le corten el pelo y sólo lo dejen salir el domingo. El campo también le gusta y si no fuera...”

El aleteo característico de una martineta que, espantada por algo, se ha levantado a unos cien metros lo trae de regreso al salitroso claro y al frío que le ha paralizado el rostro. La martineta sólo vuela de noche ante la presencia de un zo­rro, un puma... o un jabalí. La luna lo encandila en el centro del cielo. Ariel no se mueve. Apenas respira. Escucha. El zorro junto a la vaca también está quieto, escuchando. No se oye nada y eso es lo inusual en el monte. Cuando recién os­curece hay una o dos horas en que el silencio reina, pero después, ya avanzada la noche, comienza la actividad de los animales nocturnos. Y siempre hay alguno rompiendo el silencio, ya sea un ratón entre las hojas secas o una vizcacha charlando a su manera con sus compañeras. Pero ahora no. Ahora todo está detenido, esperando. El animal está allí. El que hizo volar a la martineta. Seguramente es su jabalí. El padrillo grande. Aún no se lo ve, aún no se lo escucha, aún no se lo huele, pero está allí, en alguna parte del monte circundante, anali­zando con su fino olfato cada partícula del aire. Es desconfiado, por eso llegó a grande. No se acercará hasta estar seguro.
De pronto una pequeña rama al quebrarse a unos veinte metros detrás de Ariel termina de paralizarlo. Siente golpear su corazón y teme que el chancho lo oiga. Ha sacado lentamente sus manos de abajo del poncho y comienzan a enfriársele acele­radamente. Una jarilla seca cruje a su izquierda y algo más lejos. El jabalí está rodeando el lugar, olfateando. No se acercará hasta dar toda la vuelta buscan­do el viento que siempre le cuenta cosas. Pero el aire no se mueve y eso finalmente lo obligará a arriesgarse.
El zorro huye de pronto hacia la derecha y antes que desaparezca del claro entra el jabalí bufando y levantando el hocico en busca de algún aroma sospechoso.
Ariel está congelado de emoción y miedo y no se atreve ni a respirar por no delatarse. Es un chancho tremendo, de más de 180 kilos de peso, cuyos colmillos a la luz de la luna le dan un aspecto terrorífico, y desde esa altura, a ras del piso, se ven aún más grandes. Da vueltas alrededor de la vaca revisando el terreno. Ariel lentamente ha ido levantando la escopeta poniendo el caño en dirección al jabalí. Pronto siente el arma apoyarse firme en su hombro. El chancho comienza a inquietarse. Algo en el aire le ha dicho que esa puede ser su última noche. Levanta el hocico nuevamente a la vez que bufa amenazador. Ariel apunta a la paleta y aprieta el gatillo del caño derecho. Le parece ver que un instante antes del es­truendo el chancho se mueve, pero el desgarrador bramido que sigue al disparo le indica que el plomo entró en el animal.
Cuando baja el arma, el chancho ya no está en el claro. Un tropel interrumpido por el crujido de los montes secos que el jabalí va atropellando en su enceguecida carrera le hace dudar de la exactitud del disparo. Pero el chancho gritó y el chancho no grita de miedo. Se va herido.
El silencio vuelve a ganar el monte por un rato. Ariel se ha envuelto en las frazadas y trata de calmar el frío con un trago de caña, Tendrá que esperar la mañana para seguir el rastro. Si pegó bien debe haber sangre en algún lugar. Sabe que el jabalí es duro para morir pero con lo que queda de noche bastará para encontrarlo tieso donde haya llegado a echarse.
Por las dudas puso el otro cartucho en el caño que disparó. Aunque no ha visto cerca más huellas que las del padrillo grande sabe que en el campo andan muchos jabalíes e incluso pumas que pueden venir a comer de la vaca.
Otro trago de caña y a aguardar el día. Ya lo que él esperaba, pasó. El chancho vino, él le tiró y seguramente está muriendo en algún lugar del monte. Por la mañana irá a buscar al Blanquito para que le ayude a seguir las huellas. En ese momento se acuerda del caballo. Lo ha atado con un lazo largo por si quiere echarse al reparo de unos alga­rrobos. Se admira de la capacidad que tienen estos animales y las vacas para so­brevivir a heladas como la que él está apenas soportando debajo de un grueso sa­co de cuero, tres frazadas, un poncho y tres pellones de oveja.
Está amaneciendo. El frío aumenta. El agua en la caramañola plástica está conge­lada desde hace horas y la botella de caña ha sido la única salida para calmar la sed que le produjo el asado frío que comió antes de salir. El mediano alcohol de la bebida y el cansancio se han aliado. Ariel duerme tapado completamente. Las palomas y los loros comienzan a pasar mientras el sol asoma su dorada calva entre los tamarindos.
Un toro muge cerca y lo despierta sobresaltado. Calcula que deben ser las nueve. Se despereza sin salir del pozo. Cuesta abandonar ese calor tan trabajosamente ganado.
Mira el claro y lo ve distinto a como lo viera toda la noche. Detalles que con la luna se ven lejanos, de día se descubren allí nomás a pocos metros. Se para en el pozo y comienza a doblar las frazadas y a apilarlas sobre las pichanas. Cuando tiene todo ordenado sale, escopeta en mano, hacia el claro.
Allí están los rastros de la espantada que pegó el jabalí al sentir el tiro. Por allí se fue. Sigue los rastros de las grandes pezuñas marcadas con fuerza en la huida y de pronto, allí está. En un reseco palo de jarilla la sangre aún fresca lo tranquiliza y lo excita a la vez. El plomo pegó. Pegó e hizo daño porque cinco o seis metros más allá, una zampa está coloreando del mismo lado, el izquierdo, del rastro.
Busca el caballo. Está echado entre unos coirones a la sombra de un algarrobo y se para al oírlo llegar. El cuerpo caliente se rodea de una capa de vapor unos instantes hasta que llegan al pozo y Ariel comienza a cargar todo lo que trajo para pasar la noche.
Monta y al paso se encamina a la casa. Cuando llega, Blanquito sale a saludarlo de la casucha donde duerme, debajo del horno.
-  Vos preparate que ya nos vamos - le dice mientras desata las frazadas y las entra al dormitorio.
Bebe un gran vaso de agua en la cocina y luego de poner unos pocos cartuchos de munición en el bolsillo del sacón, monta nuevamente.
-  Vamos, Blanquito - dice mientras talonea al caballo.


Llegan al claro. El perro inmediatamente encuentra el rastro de sangre. Ariel se baja del caballo y con la escopeta en la mano derecha y el cabestro en la izquierda comienza a seguirlo. Llegan al jarrillal seco donde tanto ruido hiciera el animal al pasar en su huida. Siguen encontrando sangre cada tanto pero siempre gotas o pequeños coágulos. Ya han hecho más de doscientos metros del claro. Las huellas pasan a otro salitral y se dirigen a una isleta de chañares. Ariel va casi trotando detrás del perro que reconoce cada huella sin dudar nunca. El padrillo tiene más olor que las hembras y siempre deja mejor rastro. Además está la sangre.
Debajo de los chañares, los coirones muestran en sus rojos cabellos que por allí pasó el chancho herido. Ariel se detiene. El caballo no pasará por entre los es­pinosos chañares. Monta. Rodeará la isleta mientras Blanquito la atraviesa por el medio.
Comienza a trotar rodeando el impenetrable monte sin dejar de empuñar la escope­ta. De pronto un bufido y ya tiene el chancho allí, a dos pasos del caballo, alzando su amenazante hocico y embistiendo furiosamente sin dar tiempo a hacer nada. Siente relinchar de dolor al caballo y a continuación el fuerte golpe de la espalda contra el desparejo colchón de coirones. Queda un instante sin respiración. No ha soltado la escopeta pero el terror de saberse a punto de pelear cuerpo a cuerpo con el jabalí comienza a invadirlo. Antes de que pueda levantarse lo tiene encima. Quiere apuntarle pero la embestida es tan rápida que el caño pega en el lomo del chancho a la vez que siente el colmillo entrándole en la pierna derecha. Patea con todas sus fuerzas en la cara del furioso animal y éste retrocede con el hocico rojo de una sangre que el joven reconoce inmediatamente como suya. Se miran un instante. Los pequeños ojos del jabalí herido no son indiferentes, son ojos fríos, asesinos y Ariel lee en ellos que no lo dejarán hasta verlo muerto. Los caños de la escopeta en la lucha se han clavado en la tierra y el muchacho, que lo ha advertido, sabe que tirar sin estar seguro de no tener un caño taponado es arriesgarse a morir por la explosión. La usará como garrote. El chancho se agacha preparando la embestida final castañeando los colmillos letales y luego con un bramido gira rápidamente sobre sus patas sacudiéndose. Ariel sorprendido divisa en el costado del animal el agujero del disparo, demasiado adelante para ser mortal y luego a su perro que prendido de los testículos del jabalí da vueltas con él en un remolino furioso. Lo ve soltarse para ser inmediatamente alcanzado por los blancos colmillos. No grita, pero el joven sabe que cada movimiento de cabeza del chancho le quita un poco de su perro.
Cuando termina su faena el jabalí mira nuevamente a Ariel. Éste lo está apuntando con el gatillo montado. Tiene que arriesgarse. Ha perdido el cuchillo sin siquiera haber alcanzado a pensar en él y siente que morirá si el chancho vuelve a atacarlo.
El animal bufa furioso. Ariel advierte que éste no usa la pata delantera izquierda, donde tiene el balazo. El acre olor, característico del jabalí macho inunda el lugar. Comienza a caminar hacia el muchacho como eligiendo por dónde recomen­zar su tarea. Ariel aprieta el gatillo y el chancho cae fulminado con un plomo que, entrando por uno de sus ojos le borra en un instante todo el instinto agre­sivo de su primitivo cerebro.
El muchacho trata de levantarse pero cae con un grito de dolor al mirar su destrozada pierna. La sangre le empapa la bombacha y en los pocos segundos que ha permanecido allí ha dejado una gran mancha en el médano. Se está desangrando, la herida es honda y ha cortado el músculo al largo desde poco más arriba del tobillo hasta cerca de la rodilla. Entre gritos contenidos se ata el cinto en el extremo superior de la herida tratando de cortar la sangre. Momentáneamente lo logra. Pero tiene que llegar a la casa y si camina deberá soltar el torniquete. Alcanza a divisar el caballo entre unos arbustos a unos cien metros y lo llama como acostumbra hacerlo, con un silbido. Pero el animal no se acerca. Tendrá que ir hasta él.
Pasa arrastrándose al lado del chancho muerto. A un costado, sobre un coirón, Blanquito es una masa deforme y roja. Lo despide con una mirada y sigue arrastrándose sin soltar el cinto que a modo de lazo tiene ajustado bajo la rodi­lla. Sabe que va sangrando, que va dejando gota a gota parte de su vida que es rápidamente absorbida por el médano.
Ya está a pocos metros del caballo. Se detiene y lo llama nuevamente pero lo que ve al moverse el animal lo horroriza. De la panza, abierta con el primer ataque del jabalí, le cae un manojo de tripas que llega hasta el suelo impidiéndole ca­minar sin pisarlas. El caballo lo mira con ese brillo de tristeza que sólo tiene el que sabe que va a morir pronto.
-  Nos jodió a los tres, hermano -  dice Ariel.
Sigue arrastrándose despidiéndose de su caballo y de la única esperanza que tenía de llegar rápido a la casa. Él sabe que si sigue perdiendo sangre también morirá. Ha matado a muchos terneros, chivos y corderos y sabe que luego de una determinada cantidad de sangre el animal se desmaya y luego muere. Y él ya ha derramado mucha. Si se desmaya está perdido. Mira el sol. Deben ser cerca de las once.


-  Bueno, Don Andrada, si no necesita nada me voy.
-  No, creo que traje de todo... a ver, espere que voy a ver, si el Ariel dejó la pava al fuego, se toma unos mates antes de irse.
El viejo entra a la cocina y luego de un momento sale serio y pálido. Don Martínez nota el cambio en el ánimo del hombre y le dice:
-  ¿Qué pasa, Don Andrada? ¿Se siente bien?
-  Este muchacho... - dice el hombre preocupado -. Se ha ido a esperar un chancho a la vaca que se murió en el clarito de los tamarindos... ha hecho plomos con las municiones... ahí están los pocitos en el piso de la cocina... Ojalá que no le haya pasado nada... Mire la hora que es... y ha vuelto y ha salido de nuevo, porque ha dejado las frazadas sobre la mesa del dormitorio.
-  ¿Quiere que vayamos en la camioneta a ver si lo encontramos? Está sobre la huella, ¿no?
-  No, está un poquito para adentro pero, mire, si me lleva, yo no quisiera moles­tar pero de acá a que ensille un caballo, si usted me puede llevar y perdone la molestia... Este muchacho... me dijo que se quedaba acá... carajo, no se puede confiar...
Suben ambos a la camioneta y poco después se detienen donde el viejo indica. Mi­nutos más tarde están junto a la vaca muerta.
-  Acá hay huellas - dice Don Andrada -. Por acá ha disparado un chancho.
- Acá hay un pozo - llama el patrón -. Desde acá lo ha estado esperando.
Observan todo y van reconstruyendo lo sucedido.
-  Un cartucho vacío... y lo han tirado anoche. Tome, huélalo y va a ver - dice el viejo.
-  Seguro que el chancho vino y Ariel le tiró - calcula el patrón.
Siguen recorriendo el lugar.
-  Venga, venga, acá hay sangre - grita el viejo -. Y es del chancho, acá están las huellas, va corriendo... y va herido.
-  Y acá hay huellas del Ariel - dice el patrón -. Lo va siguiendo y lleva el caballo.
-  Y el Blanquito - agrega el viejo.
Comienzan a seguir el inconfundible rastro del muchacho y los tres animales.


Ariel está tirado contra un alpataco, jadeando. Tiene la boca seca y comienza a invadirlo un extraño cansancio. Sin haberlo sentido nunca sabe que si se deja vencer por él lo llevará al sueño final. Tiene la ropa destrozada por los piquiyines, chañares y algarrobos que ha dejado atrás.
-  Y me voy a morir nomás - piensa con los ojos llenos de lágrimas -.  Me voy a morir con diecisiete años...
Un envión de rabia lo hace recorrer más de cien metros sin parar. Ya no siente la pierna herida. Las manos le duelen hechas pedazos por las espinas escondidas en el medanoso suelo y por la fuerza con que debe sostener el cinto para que no se afloje.
Cae boca abajo y siente la tierra en la boca. Escupe casi sin fuerzas. Mira el sol y se estremece al pensar en la oscuridad de la muerte.
-  Papá - dice en voz baja y repite mientras comienza a llorar -  papá... papá...
Hace un nuevo intento de seguir, arrastrándose en la dirección que ha tomado y que sabe es la correcta para llegar a la casa y siente el primer mareo. Se detiene y respira hondo, pero presiente que todo está perdido. Si suelta el cinto la sangre, la poca sangre que aún le queda, brotará y se llevará su joven vida con ella.
Siente unos golpecitos en el pecho y se asusta al comprobar que es su propio corazón que ha perdido el ritmo habitual.
-  Pronto se detendrá - piensa ya sin fuerzas para angustiarse.
Una extraña calma comienza a invadirlo. Sólo conserva conciencia para no soltar el cinto que, ceñido a su pierna, retiene con dificultad el vital líquido.
Abre los ojos y se sobresalta al descubrir que no recuerda haberlos cerrado. Se agita y vuelve a desesperarlo la idea de la muerte cercana.
-  Con diecisiete años – piensa -. Me voy a morir con diecisiete años... ¡la puta que lo parió! Y me voy a morir por boludo, porque el papá me dijo que no fuera a cazar el chancho... ¿por qué no me quedé en la casa?                                      
Tiene la cabeza apoyada contra una zampa y las molestas semillas se le meten por el cuello de la camisa, pero no las siente. Toda su fuerza, la que le queda, está dirigida a un solo fin: vivir un poco más, un rato más.
Le parece haber oído un grito a lo lejos. Pero no. Debe ser su imaginación o las mismas ganas de que alguien lo ayude.
Pero... sí... ¡es un grito! ¡Es su nombre! ¡Están gritando su nombre! ¡Y es su padre que viene acercándose!
-  ¡Aquí, papá! - grita con el poco aire que sus debilitados pulmones almacenan todavía. No oye más nada. ¿Le habrá parecido?
-  ¡Ariel! ¡Ariel! - el grito suena cada vez más cerca.
-  ¡Aquí, papá! - vuelve a gritar a la vez que trata de levantarse un poco. No puede hacerlo pero su grito ha sido escuchado y pronto escucha los pasos que a la carrera se acercan.
-  ¡Ariel! ¡Muchacho! ¿Qué pasó? - exclama su padre que pese a su edad llega varios metros antes que su patrón.
Ariel quiere contestar pero no le sale ningún sonido de la garganta. La emoción y la debilidad han apagado momentáneamente su voz. El viejo al ver la pierna embarrada de sangre y tierra y aprisionada por el cinto que el muchacho no ha largado, levanta la bombacha para observar la herida. Aunque nadie se lo ha dicho, sabe ha sido causada por los colmillos del jabalí que acaba de ver muerto junto al perro y al caballo. Lo que ve lo hace retroceder espantado y tragar saliva. El tremendo tajo de más de treinta centímetros de largo ha partido el músculo por la mitad y ha llegado hasta el hueso. A pesar del torniquete la sangre sigue manando en varias partes que al irse lavando con la misma se mantienen sin tierra. Don Martínez está parado a unos pasos sin saber qué hacer, recuperándose de la carrera en que el viejo lo obligó a intervenir, después de encontrar los animales muertos y tener, por la roja huella, la seguridad de que el muchacho iba herido.
-  Ayúdeme Don Martínez, que se me desangra el Ariel - suplica el viejo abrazando a su hijo que, semi desvanecido, no afloja el improvisado torniquete.
-  Me jodió el chancho, papá - susurra apenas al ser levantado por los dos hombres. Don Martínez lo toma por debajo de los brazos y junta sus manos sobre el pecho del muchacho y el padre, de espaldas agarra la pierna sana con una mano y la otra, la derecha, la sostiene directamente con el cinto logrando de esta manera que el lazo se ajuste más en la carne.
Comienzan a caminar en dirección a la huella con gran dificultad por los altos montes. Por suerte todo lo andado por Ariel lo ha acercado al camino y pocos minutos después llegan a él. La camioneta ha quedado a más de cuatrocientos metros sobre la misma huella y Don Martínez sale trotando a buscarla.
Ariel se ha desmayado y su padre, angustiado, a cada momento le toma el pulso. Ha ido contando como propia cada gota de sangre desde que llegaron al lugar de la lucha y sabe que la situación es desesperante. La hemorragia a pesar del cinto, continúa y al parecer no hay forma de pararla mientras el corazón funcione. El también hace la comparación con los animales que ha degollado. Con mucha menos sangre de la que ha visto desde el lugar donde su hijo fue herido, un ternero ya habría blanqueado los ojos comenzando a estirar las patas desperezándose por última vez.
Empieza a pensar en la posibilidad de perder a su hijo, su única compañía, pero aleja pronto esas ideas de su cabeza. Él no va a perder las esperanzas de salvarlo.
Vuelve a tomarle el pulso en el cuello. Apenas lo encuentra. Llega la camio­neta. En un instante Ariel está sentado en el medio y su padre a la derecha sin soltar el torniquete. Arrancan a toda velocidad. Una gota de sangre cae sobre las flamantes botas del viejo. Tiene que parar esa hemorragia. Falta casi una hora de viaje y hay que pasar cuatro tranqueras antes de llegar al asfalto. Cuando están por pasar frente a la casa, el viejo dice:
-  Pare un momento, Don Martínez.
 La camioneta se detiene.
- Tenga acá tirando lo más fuerte que pueda - dice el viejo alcanzándole el cinto a su patrón. Luego baja corriendo. Vuelve antes de un minuto con una tenaza y un rollo de alambre de fardo.
-  ¡Qué va a hacer? - pregunta Don Martínez asustado.
-  Voy a parar esa sangre - contesta el viejo, -  si no lo hago el Ariel se nos queda en el camino.
Corta un trozo de alambre y con cuidado lo pasa por sobre la atadura del cinto dando dos vueltas a la pierna.
-  Lo voy a poner arriba del cinto para que no corte, usted téngamelo que no se corra mientras aprieto.
Comienza a retorcer el alambre estirándolo cada tanto hasta que ve que el cinto casi desaparece en la hendidura de la carne.
-  Ya no sangra - dice luego de una rápida mirada  -. Ahora sí, vamos.
Parten raudamente hacia el pueblo.
Don Martínez, maneja velozmente aprovechando el conocimiento que tiene de ese trayecto y, cuando el medanoso camino se lo permite, mira de reojo al joven moribun­do.
Junto a la otra puerta, Don Andrada va atento a cualquier detalle en el rostro de su hijo que indique un mejoramiento o un desenlace de la desesperante situación. En medio de los dos, Ariel, inconsciente, ya no advierte nada de lo que sucede con su cuerpo ni a su alrededor.
La polvareda se queda un rato marcando el camino por donde tres hombres le están corriendo una carrera a la muerte.


Ayer vino a visitarme Don Andrada. Desde que vive en el pueblo no lo veo muy seguido. Pensé que vendría por mi promesa de regalarle un perrito galgo y lo llevé directamente adonde tengo la perra con los cachorros.
- Elijo el blanquito - me dijo apenas los vio.
Noté que la mente del viejo había regresado momentáneamente a aquella angustiosa tarde y como para recordarle que no todo había salido mal, pregunté:
-  ¿Y cómo anda Ariel?
-  Bien, muy bien - sonrió cambiando el semblante -.  Como él dice... rengo, rengo, pero vengo.
-  ¿Ya... se acostumbró? - pregunté con cierta inseguridad.
-  Sí... bah, a la muleta la usa sólo para salir. En la casa anda así nomás, - y agregó con un gesto de resignación: -  ¿Sabía que se casa el Ariel?
-  ¡No me diga! ¿Y con quién?
-  Con la hija del panadero, el que está al lado del que vende ladrillos, en la misma cuadra que vivimos nosotros, pero sobre la calle de atrás.
-  ¡Qué bien! - dije por decir algo y al parecer me equivoqué pues el viejo no es­taba muy conforme con la decisión del muchacho.
-  ¿Le parece bien? ¿Con veinte años?
-  Bueno... digo yo... Si se quieren, en una de esas es para bien, no se olvide que él no sale mucho y tampoco tiene amigos de antes en ese barrio...
-  Sí, pero yo creo que aún es muy joven... Pero, ¿para qué va uno a decirle nada si después hace lo que quiere? Y bueno... capaz que es como usted dice, para bien... El padre de la chica les va a poner un puesto para vender pan cerca de la terminal de ómnibus... para que vivan ellos.
Comprendí que lo que en verdad preocupaba al viejo era la posibilidad de quedarse solo y traté de tranquilizarlo.
-  Pero seguramente van a vivir cerca. Ariel no se va a aguantar sin ir a verlo todos los días. Está muy acostumbrado a su compañía.
-  ¿Y qué le parece? Lo crié yo solo desde que tenía diez años, cuando la finadita nos dejó. Los otros muchachos ya se habían ido a trabajar a Buenos Aires.
Me quedé pensativo un instante en el que me arrepentí de haber llevado el tema hacia esos recuerdos que siempre duelen. Luego dijo mirándome a los ojos:
-  Yo nunca le voy a terminar de agradecerle lo que hizo por mi hijo, Don Martínez...
-  Déjese de macanas, - le interrumpí -, yo lo único que hice fue traerlo lo más rápido que pude al hospital, lo demás lo hicieron los médicos... y usted que cortó la sangre justo a tiempo.
-  Y le terminé de arruinar la pierna a mi hijo - agregó con tristeza el viejo, bajando la mirada.
-  No, Don Andrada, - corregí -, acuérdese que ya le dijo el doctor que si no hubiera sido por el alambre, el Ariel no llegaba. Sáquese esas ideas de la cabeza y vaya buscándole un nombre al perrito que la semana que viene ya puede venir a buscarlo.
Ya tiene nombre - dijo mirándome con una triste sonrisa en su oscurecida cara de hombre bueno -. Se va a llamar Blanquito.
Lo acompañé hasta la puerta y lo vi alejarse por la vereda con esas anchísimas bombachas grises que el pueblo no lograría quitarle en vida.
Me quedé mirándolo hasta que dobló en la esquina. Entré. Desde la pared del comedor, la gran cabeza de jabalí embalsamada me observaba indiferente con sus pequeños ojos de vidrio marrón. Me estremecí  al recordar los detalles de aquella tarde de invierno. Esa noche, después de cenar, me encerré en mi escritorio, tomé una hoja y la encabecé con el título: "La noche del jabalí (relato lugareño)”. Después comencé a escribir...



                                                         Rubén Antolín Heredia - 1990