En la Argentina de los años
sesenta la palabra inseguridad, si existía, se escuchaba o leía muy poco. Sin
ahondar en los porqués del incremento geométrico de la inseguridad en los últimos
treinta años, sólo diré que antes se robaba por pobreza o ambición, hoy la necesidad
pasa por otro lado. Un joven adicto a las drogas, sin trabajo ni medios, siempre
elegirá el mismo camino: robar. Robará hoy, para drogarse, mañana no trabajará (por
el mismo motivo) y al llegar la tarde saldrá nuevamente detrás del mismo objetivo:
robar para mantener su vicio. Es así, patéticamente simple y muy difícil de
solucionar.
Dejo aquí el tema porque
sólo lo toqué para ayudar a dibujar cómo era la Argentina de entonces comparada
con la actual. En mi casa paterna, hasta hace unos treinta años, la puerta
trasera permanecía abierta toda la noche. No recuerdo haber tenido jamás una
copia de la llave. Yo podía regresar a la madrugada o saliendo el sol y directamente
abría la puerta del modo en que podría haberlo hecho un ladrón. Sacarle la
llave al auto al dejarlo estacionado de día parecía un exceso de celo preventivo.
En esos años (y aquí aparece
el porqué de este preámbulo ilustrativo) desde Estados Unidos comenzó a llegar
al país el movimiento Hippie. Para sintetizar, y no repetir en demasía palabras
de Internet, diré para quien no lo sepa que los Hippies eran pacifistas, abrazaban la revolución sexual y creían en el amor libre. Esas premisas, especialmente las últimas,
sonaban y suenan muy bien, y salvo en el tema adicciones - que nunca me atrajo
- en ese momento me pareció algo a tener en cuenta. Por si eso fuera poco, Los
Beatles aparecieron en fotos usando llamativas camisas floreadas e incluso circulando
en un automóvil Rolls Royce pintado en ese estilo. A partir de ese descubrimiento
dejé de cortarme el pelo y me hice hacer varias camisas floreadas que hoy día mi
hija no se animaría a usar ni para un baile de disfraz. En el país comenzaban a
escucharse los Gatos Salvajes, devenidos luego en Los Gatos, y los integrantes de
ese grupo musical y otros contemporáneos también adoptaron esas vestimentas floreadas
y esos pantalones estrechamente ajustados en la mitad superior, y acampanados
abajo. Nosotros los usábamos y nos veíamos re bonitos, de verdad.
Paralelo y/o unido
a esa moda llegó otra que compartía el pelo largo y otros detalles en la
vestimenta: los Mochileros. En esos años alguien descubrió que se podía viajar
sin pagar pasaje en ningún medio de transporte. En las entradas y salidas de
las ciudades se podían ver jóvenes de aspecto desaliñado, de pie junto a la ruta, con el brazo derecho extendido y el
puño cerrado mostrando el dedo gordo. De ahí las palabras “haciendo dedo” que
quedaron instaladas en nuestro vocabulario. Y aquí retornando al tema inseguridad,
en esos años se podían ver a muchachas solas, parejas de novios, e incluso de
recién casados que decidían recorrer el país de ese modo, llevando todo lo
necesario para un campamento dentro de sus mochilas. Muchos Hippies viajaron de
ese modo a El Bolsón y otros lugares cercanos, todos de ese paraíso que es
nuestra Patagonia, y se instalaron allí para siempre.
(Hoy todo lo
nombrado sería imposible. En las grandes ciudades, un mochilero no llegaría caminando
a la estación de servicio más cercana a su casa sin ser desvalijado, en el
mejor de los casos, sin lesiones.)
Uno de esos
veranos, de algún modo (seguramente por el diario) supe que en el Hotel de Cacheuta
- hoy desaparecido hasta sus cimentos - se haría la “Fiesta de la Nieve”. (Sí,
ya sé, era verano, pero se llamaba así.)
Junto a Juan
Carlos López, un amigo que para nosotros siempre integró la categoría de hermano,
decidimos que iríamos a esa fiesta. Podríamos haber pagado pasajes e incluso,
tal vez, alojarnos en ése u otro hotel de la zona, pero nosotros éramos
Hippies. Hippies que se bañaban, pero Hippies al fin.
Viajaríamos
de mochileros. Mi padre, que ya vivía loco, acosándome por mi cabello hasta los
hombros, cuando lo supo abrió grande los ojos y se opuso. Pero yo no estaba
preguntando. Yo decía “voy a ir” y simplemente estaba anunciando que iba a ir.
(Hoy mi hija hace lo mismo y el loco soy yo.)
No sé de
dónde conseguimos una mochila de las que usaban los mochileros, bien grande y
con armazón metálico y la agregamos a la que ya teníamos, comprada en una casa
de rezagos militares. Esta última mochila militar tenía un armazón de madera
triangular que parecía destinado a hacer sufrir. Era imposible acomodar ese
triangulo en la espalda sin dolor. Si a eso le sumamos que nuestra provisiones
estaban compuestas en su mayoría de alimentos enlatados, puede calcularse que
su peso apenas podía alzarse del suelo.
Para
conformar un poco a mi padre, decidimos que hasta San Rafael nos llevaría Oscar
Denita, mi primo, y desde allí el viaje sería exclusivamente “a dedo”.
Llegamos a
San Rafael y sin preguntar fuimos directamente a casa de nuestro amigo Prin
Pascual. (Se llama así)
Allí dormimos
hasta la mañana siguiente y, después de desayunar, él nos llevó hasta la
estación de servicio del Automóvil Club.
Había un
camión cargando combustible. Con Juan Carlos decidimos que, para que nos
llevaran, era necesario decir que veníamos de lejos. ¿Quién iba a llevar a unos
mochileros que venían desde General Alvear, a noventa kilómetros?
Teníamos un
mapa del país, que llevábamos para saber dónde quedaba Cacheuta. Lo abrimos y
fuimos bien abajo, a la Patagonia. Allí, cerca de Comodoro Rivadavia, había una
población o ciudad llamada San Martín. De allí vendríamos nosotros.
Cuando le
preguntamos al camionero si podía llevarnos, lo primero que preguntó fue: ¿De
dónde vienen?
Ahí empezamos
a mentir y aceptó llevarnos. No habíamos calculado que el viaje a Mendoza duraría
cinco o seis horas en las que, además de cebar litros de mate, tuvimos que detallar
hasta la última mata de yuyos y los últimos guanacos que pastaban junto al
camino de “nuestra” Patagonia. Todo recordado de lo que habíamos escuchado
alguna vez.
En dos etapas
más llegamos a Cacheuta, arrastrando nuestras superpobladas mochilas. Pedimos
permiso en la comisaría para armar nuestra carpa en un lote adyacente a ese edificio.
Estábamos muy cansados y la noche ya llegaba. Cenamos temprano y nos acostamos.
A la mañana
siguiente llegamos al Hotel Termas de Cacheuta. Ya en ese entonces era un edificio
antiguo. Y aquí algo que descubrí años después, revisando viejas fotos. Yo ya había
estado con mis padres en ese lugar en el año 1954, y lo que veo en esas fotos viejas
es lo mismo que vi en ese viaje de mochilero.
El hotel
estaba construido en la ladera del gran cañadón por donde corre el Río Mendoza.
Para ese entonces ya había sufrido algunos daños por correntadas y había
perdido parte de su construcción original. (El hotel actual, del mismo nombre,
es totalmente nuevo)
Junto al río
había una amplia playa donde quedaban restos de habitaciones, semienterrados en
la arena. Dentro de una de esas ruinas, que conservaba su techo, armamos
nuestra carpa, atando las riendas a grandes piedras.
En un costado
del recinto donde estábamos había una escalera que bajaba hasta un sótano, totalmente
inundado. El agua de ese sótano estaba caliente y seguramente se filtraba de
las aguas termales que dieron lugar a la construcción de ese hotel.
Desde esa
playa donde estábamos se podía subir hasta el hotel por una larga escalera del
mismo estilo del hotel. Por ahí se pasaba junto a una gran piscina de agua
caliente y se podía entrar directamente al gran salón donde se haría el baile
de esa noche. Descubrimos eso por la mañana y no volvimos a subir para que
nadie advirtiera lo que íbamos a hacer (y lo que hicimos) por la noche: colarnos
a la fiesta.
Pasamos el
día recorriendo las cercanías y tirados al sol junto al río.
Llegó la
noche y comenzaron a llegar gran cantidad de autos al hotel. Antes del baile
había una gran cena de gala a la que todos concurrían de traje y corbata. Vimos
todo eso desde las ventanas. No nos arriesgamos a intentar mezclarnos en ese
ámbito. Estábamos bañados (en el río) y bien vestidos, pero nuestros largos cabellos
y vestigios de barba delataban que difícilmente estábamos en la lista de invitados.
Finalmente,
pasadas las once de la noche, empezó el baile. Esperamos que el salón se
llenara con los que estaban en la cena y los centenares que habían pagado
entrada y esperaban haciendo cola frente a las grandes puertas del hotel. Cuando
consideramos que era el momento, entramos y nos mezclamos rápidamente con el
público.
Había allí un
grupo musical de estilo rockero de esa época. Y aquí otra casualidad: yo había
visto ese mismo grupo en un boliche de Mar del Plata el verano anterior.
Se eligió la
Reina de la Nieve, del mismo modo en que se eligen las reinas vendimiales, con
la misma nula emoción para nosotros que esperábamos el baile eligiendo donde
íbamos a rebotar primero.
Una vez
elegida la reina se dio comienzo al baile y empezó nuestra recorrida.
Comenzamos apuntando alto y fuimos derecho a las mesas de las reinas. Según
parece, ellas en ese momento no estaban informadas de lo interesante que podía
llegar a ser conocer a un joven pelilargo del sur de Mendoza. Creo que las
últimas nos rechazaron sin mirarnos. (Intentamos bailar con todas las reinas,
aún con las más feas, que las había y bastantes.)
Bajamos el
nivel de nuestras aspiraciones y ahí la cosa funcionó mejor. Después de todo en
esos años no íbamos a los bailes a buscar una Princesa Azul para casarnos. Bien
podíamos pasarla bien con una Cenicienta.
Sin agregar
detalles innecesarios, sólo diré que tanto Juan Carlos como yo, lo pasamos bien
y nos acostamos después de la salida del sol.
A eso de las
cuatro de la tarde despertamos y desarmamos la carpa. Nuestras mochilas estaban
algo más livianas, ya que habíamos comido un gran porcentaje de su carga
inicial, y así salimos a la ruta.
Estábamos
lejos de casa y ninguno de los dos tenía ganas de “hacer dedo”. Además, pasaban
muy pocos vehículos y todos iban con varios ocupantes. Decidimos que bien podríamos
hacer una excepción a nuestra premisa y tomar un colectivo.
Allí cerca,
sobre la ruta, había una mujer mayor. Nos acercamos y le preguntamos si a esa
hora pasaba algún colectivo que fuera a la ciudad de Mendoza. Nos dijo que sí y
allí quedamos esperando.
Faltaban
algunos minutos aún. Yo me senté en una piedra grande que había allí y Juan
Carlos se alejó unos diez metros hasta otra roca adecuada.
Allí sucedió
lo que me llevó a escribir todo esto que antecede.
En un momento
en que me encontraba mirando hacia el piso, bajo la sombra de mi sombrero, noté
que la anciana que estaba allí se me acercaba. Levanté la vista y vi que me
sonreía ofreciéndome algo. Instintivamente tendí mi mano… y ella me dio un puñado
de monedas.
Dije –
Gracias… – y me quedé paralizado, sorprendido y apretando esas monedas tan
cálidas.
Jamás habría
imaginado que alguien podría suponer que a mí me hacía falta alguna ayuda. En
ese momento, seguramente, yo llevaba en mi bolsillo más dinero del que esa
mujer cobraba de jubilación.
Pensé en
devolverle las monedas, pero había en su rostro tanta satisfacción que me
abstuve. Había visto la misma pequeña felicidad que tantas veces he sentido al
ayudar a alguien.
Han pasado
casi cincuenta años. La única mochila que ahora cargo contiene mis responsabilidades,
mis recuerdos y mis culpas. Pero tengo aún grabado el rostro de esa mujer. Tan
nítido que, si hoy la encontrara, la reconocería enseguida, le daría el beso
que no le di en su momento, y nuevamente le diría: - Gracias.
Rubén Antolín Heredia - De mi libro "Memorias Intrascendentes" (en preparación)
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