Sobre la oscura cocina a leña, la
pava llena de agua hasta el tope sisea sin decidirse a hervir. La habitación es
reducida y al igual que el resto de la edificación está construida de ladrillos
pegados con barro. El techo de chapas, teñido de hollín y la pequeña ventana
contribuyen a oscurecer aún más el ambiente a pesar de ser ya pasadas las diez
de la mañana. Afuera, sobre la cola del molino, varios loros se disputan
ruidosamente un espacio para detenerse antes de bajar a beber al tanque y al bebedero. El
sol pega con la discreta luminosidad que el invierno le permite y aún en la
sombra de los montes se observan blanquecinos rastros de la helada.
De la habitación situada frente a
la cocina sale un hombre. Tendrá unos setenta años. Lleva anchas bombachas
grises y una gastada campera de corderoy marrón. El frío, la tierra y el sol,
inevitables en estos lugares, han teñido y curtido su piel dándole ese aspecto característico
del hombre de campo del sur mendocino.
Entra en la cocina, toma el mate de
la desvencijada mesa, lo prepara y se sienta al calor del fuego a matear. Toma
amargo. Por la puerta - unos centímetros más baja que el marco - un rayo de luz
lo ilumina. De
un
pequeño estante, formado por un ladrillo atravesado al construir la pared, toma
una piedra de afilar y la pone sobre la mesa. Saca el cuchillo de su cintura y,
luego de mojarlo con un rápido movimiento en un balde de agua que está al lado
de la antigua cocina de hierro, comienza a repasarlo lentamente en la piedra,
sin abandonar el mate. Los loros, con un recrudecer de sus graznidos y aleteos
le avisan que alguien o algo viene llegando. El paso del caballo retumbando en la
semi congelada tierra es reconocido inmediatamente por el viejo, que se apura a
cebar un mate dulce para recibir a su hijo.
El primero que llega es Blanquito,
que alguna vez cuando cachorro fuera merecedor de ese nombre y que, años y
tierra mediante, se ha transformado en un despeluchado perro grisáceo y de
humor indefinido, ya que por una desafortunada pisada de caballo perdió la cola
cuando tenía tres meses de edad.
El viejo lo siente apoyarse
jadeando contra la puerta y sale mate en mano a recibir al muchacho, que ha
llegado al palenque y está atando el caballo.
Es joven. Dieciséis o diecisiete
años que ya comienzan a sombrearle el rostro con un presagio de barba. Viste
bombachas oscuras y un largo y grueso camperón de cuero negro, por cuyas
resquebrajadas mangas emergen dos fibrosas manos pálidas de frío. Completa el
atuendo un par de botines de rezago militar.
- ¿Todo bien, m'hijo? - pregunta el viejo alcanzándole el mate.
El joven le da una larga chupada a
la bombilla y luego de un instante en que su lengua y sus mandíbulas recuperan
parte de su habilidad contesta:
- Todo bien, papá...
Eso sí, mucho frío... Todas las bebidas van a estar congeladas por lo menos hasta las once, cuando
el sol empiece a darles más de lleno.
Mientras hablan,
caminan hacia el interior. Una vez allí el viejo saca de una fiambrera un
costillar de vaca algo teñido por el humo. Corta un pedazo, guarda el resto,
sala el trozo elegido, lo coloca en una bandeja y lo mete al horno de la cocina.
- Ariel, todavía quedan algunos tomates, pélese
unos y hágase una ensalada.- dice a su
hijo mientras echa unas astillas de algarrobo al fuego.
El muchacho saca cuatro
tomates de una bandeja de mimbre ubicada sobre un modesto aparador y comienza
a cortarlos dejándolos caer en un plato hondo.
-
Un chancho grande estuvo comiendo en la vaca muerta - comenta sin
levantar la cabeza.
- ¿Ah, sí? - dice el padre y agrega como
contestando su propio y breve comentario: - Y... sí, siempre van a comer en los
bichos muertos, por eso les dicen chanchos.
-
Vino anoche... y anteanoche también - dice el muchacho sin dejar de
mirar la ensalada que está preparando.
-
¿Y… ? - pregunta el padre sentándose a la mesa con la pava y el mate
listos para recomenzar el rito.
-
Va a volver esta noche... Es luna llena... Sería lindo esperarlo...
digo... si usted me prestara la escopeta grande. Es acá cerca... yo podría...
-
No - interrumpe el viejo, - si es un padrillo grande es muy peligroso...
Además no nos hace falta carne todavía.
-
No es sólo por eso, papá, - insiste el muchacho levantando la cabeza -,
por las
huellas creo que es el mismo que nos mató las ovejas.
-
Bah, tres ovejas viejas que quedaban y que tarde o temprano iban a comerse
los pumas.
-
Pero acuérdese que nosotros vimos las huellas, papá, fue un chancho, un
chancho grande... A mí me parece que es el mismo que anoche comió en la vaca
muerta, hay pocos chanchos así de grandes. Si usted quisiera...
El muchacho deja el final de la
frase en el aire y alcanza a esperanzarse un instante en el silencio del viejo,
pero éste al terminar el mate dice, convencido:
-
No, no vale la pena correr el riesgo, esta noche también hará mucho frío
y después
de todo, un chancho cojudo es duro para comer. Es pasar frío al pedo.
-
Yo me
quedaría a esperarlo, papá, por gustada nomás,... pero con el 22 no le hago nada... Ahora, con su
escopeta la cosa cambia - dice el muchacho entusiasmado.
-
Sí, pero no - replica el viejo -,
a esos bichos hay que cazarlos con fusil, que se puede tirar de más lejos... o
con perros... Nosotros con la escopeta tenemos que tirar de quince o veinte
metros... y eso si se le pega, porque con la luna no se apunta como en el
día... Además no tengo cartuchos cargados con bala. ¿Y perro?... con el
Blanquito apenas podemos agarrar un piche o una liebre dormida... El pobre ya
no da para más. Mejor déjelo al chancho que haga pasada en algún alambrado y
mañana o pasado vamos juntos y le ponemos un lazo de alambre trenzado, es más
seguro.
- Si es por los plomos de los cartuchos, usted
me enseñó a hacerlos, no sería problema - opina el joven.
- No - contesta el padre levantándose con un
gesto que permite advertir que da por agotado el tema.
El joven no insiste más. No quiere
arriesgar la buena relación que siempre ha habido entre ellos.
Almuerzan temprano hablando de mil
cosas referentes al campo que cuidan y luego de una corta siesta, el padre se
sienta en una pequeña silla al sol a trenzar un lazo que ya lleva más de siete
metros y al que tiene pensado terminar con doce. El hijo, luego de atar detrás
de su caballo una precaria rastra, sale con el animal de tiro y un hacha al hombro
a buscar leña.
Apenas se ha alejado por la huella
cuando el lejano ruido de un motor lo hace detener. Deja el caballo en el lugar
y corre a la casa. El padre también lo ha escuchado y dice mirando hacia el
camino:
-
Debe ser Don Martínez, creo que es su camioneta.
-
¿Y qué querrá hoy el patrón? - se pregunta el muchacho -, nunca viene
los martes.
Algunos minutos después llega la
camioneta. Desciende un hombre canoso y algo gordo y se acerca sonriente a los
dos que han salido a recibirle
-
¿Cómo le va, Don Martínez? ¿Qué ha pasado que se ha largado hoy para
estos lados?
-
A usted lo vengo a buscar, Don Andrada - dice el patrón dirigiéndose al
viejo.
-
¿A mí?... ¿Y para qué? - pregunta el hombre enrollando los tientos y el
lazo empezado que aún tiene en las manos.
-
Llegó esto a mi casa - responde alcanzándole un sobre -. Es para usted.
El viejo lo recibe, lo mira y
estirando la mano lo devuelve a Don Martínez.
- ¿Qué es?... Yo no sé leer... – dice.
-
Ya lo sé - aclara el patrón -.
Por eso me tomé la atribución y lo abrí y lo leí en mi casa. Acá lo citan a usted
mañana a primera hora para cobrar la primera jubilación.
-
¿La jubilación? - exclama el
viejo sonriente -. ¡Al fin salió la jubilación!... ¿Y es para mañana dice?...
¿Y a cobrar?...
-
Para mañana, por eso vine a buscarlo ahora; porque si vengo por la
mañana vamos a llegar tarde. Usted se viene conmigo, duerme en mi casa y a las
siete está en el banco para cobrar.
-
¡La jubilación!... ¡Ya creía que no iba a salir nunca!... ¿Y para mañana
dice que es?... ¡Y bueno, habrá que ir nomás!. Espéreme un poco que me lavo y
me cambio estas pilchas. Al banco no voy a ir así, ¿no?
-
No, yo decía, para andar más rápido, que se trajera lo que se quiere
poner mañana y allá en mi casa se lava tranquilo, ¿qué le parece?... Mañana,
cuando termine con eso yo lo traigo de una disparada. De paso traigo los
repuestos del molino del sur.
- Bueno - dice el viejo y antes de entrar en la
habitación grande ordena a su hijo que ha permanecido callado hasta ahora pero
sonriendo feliz por el acontecimiento: - ¡Ariel! cébele un mate al patrón que
yo ya salgo con la ropa.
El muchacho entra rápido a la cocina y sale con la
humeante pava y el mate en las manos.
- ¿Acá afuera va a
tomar o quiere pasar y sentarse? - pregunta mientras ceba el modesto mate retobado en
cuero.
-
Acá nomás - dice el patrón -. Al solcito se está bien.
Parece que anoche heló fuerte, ¿no?
- Sí, las bebidas estuvieron duras hasta
tarde - comenta el joven.
Momentos después sale el viejo con un atado de ropa en
una mano y unas lustrosas botas negras en la otra.
- ¡A la pucha!
Parece que va a haber estreno - dice el patrón observando que las botas son nuevas.
El viejo sonríe feliz y bromea:
- Sí, las guardaba para un baile pero me
las voy a poner ahora nomás.
Suben a la camioneta entre chistes y risas.
- Le encargo todo,
m'hijo - recomienda al muchacho mientras el vehículo parte.
- Vaya tranquilo,
papá - grita el joven saludando con la mano.
Al quedarse solo, Ariel alza nuevamente el hacha y sale
en dirección al lugar donde dejara a su caballo atado a la rastra. Al llegar lo
toma del cabestro y lo guía hacia un alpataco seco que ha observado esa mañana
al pasar. Comienza a hachar lo poco que sobresale del espinoso arbusto y luego
va arrancando del medanoso suelo las gruesas raíces que una vez trozadas coloca
sobre la rastra. Cuando la carga le parece suficiente emprende el camino de
regreso. De pronto se detiene. Unas antiguas pero aún claras huellas de jabalí
en el suelo le recuerdan otras huellas: las del jabalí grande, el que comió de
la vaca muerta, el que esa noche va a volver.
Sigue caminando con el caballo de tiro mientras en su
mente bullen y se contraponen las ideas. La escopeta está en la casa, parada en
el rincón de siempre. Y su padre no volverá hasta el otro día a la mañana. No tiene
cartuchos con bala pero él sabe fabricarlos derritiendo las mismas municiones.
Pero prometió quedarse en la casa. "Vaya tranquilo" había dicho a
modo de saludo cuando la camioneta partía. Claro que, si cuando su
padre vuelva a la casa, el chancho está colgado en la enramada, no se va a
enojar... Al contrario... se va a alegrar... ese bicho ha hecho mucho daño y él
está seguro de que es el mismo que mató a las únicas tres ovejas que les
quedaron de la peste del año pasado.
Finalmente
llega al lugar donde siempre hace la pila de leña, desata el caballo y dejando
allí la rastra cargada, lo lleva hasta el palenque y lo ata. Luego entra a la
habitación grande y regresa inmediatamente trayendo en sus manos la escopeta y un puñado de
cartuchos. Entra en la cocina y deja todo sobre la mesa. Agrega leña al fuego y, mientras
éste se reaviva, toma un cartucho y con la punta de un cuchillo le saca la tapa
de cartón, dejando las municiones a la vista. Repite la operación con otros dos
proyectiles que coloca parados sobre la mesa. Luego toma una pequeña cucharita
y tratando de ser prolijo, comienza a cavar un hoyito en la apisonada tierra de
la habitación. Cuando termina hace otros dos iguales. Busca en un cajón del
aparador y saca un cucharón de bronce, coloca en él las municiones de un cartucho y
después, con mucho cuidado, lo lleva a las brasas sin dejar de sostenerlo, protegiéndose
con un repasador del calor que pronto subirá por el mango. Pocos
minutos más tarde en el cucharón se observa un pequeño laguito plateado. Lo retira
del fuego y muy lentamente vierte el plomo derretido en uno de los pocitos del piso. Hace lo mismo
con las municiones de los otros dos cartuchos y al poco rato, cuando el metal se ha
solidificado, valiéndose de la punta del cuchillo extrae del piso los tres
semi terminados proyectiles. Con un jarrito los moja antes de tocarlos hasta
asegurarse de que están fríos. Entonces los toma y los prueba en la punta del
caño de la escopeta. Uno pasa, los otros dos no. Introduce el más pequeño en un cartucho y
comienza a rebajar los otros pacientemente raspándolos con el cuchillo hasta
darles la medida exacta del caño. Cuando lo logra pone ambos proyectiles en los
restantes cartuchos. Ya tiene con qué matar al jabalí.
Necesita
abrigo, la noche será larga y muy fría. Va apilando sobre la mesa varias
frazadas que acarrea desde la otra habitación.
- Primero voy a hacer un pozo - piensa.
Sale.
Se agarra de la tusa del caballo y lo monta de un salto. Irá en pelo y guiando
con el bozal y el cabestro. Al pasar toma una pala que está contra la pared y
sale trotando por la huella.
Pocos minutos después está en el lugar. Es un salitroso
claro rodeado por tamarindos a un lado y un espeso pichanal al otro. La vaca
está muerta desde hace más
de una semana. Los jotes, los zorros y últimamente los jabalíes, van dando
cuenta de ella día a día, noche a noche. Un gran porcentaje de lo que queda es
huesos y cuero seco. En pocos días la abandonarán a las hormigas.
El
muchacho revisa prolijamente el piso buscando las huellas del chancho grande.
Quiere saber el lugar exacto por dónde entró al claro y por dónde sale después
de comer.
Cuando
encuentra los rastros, con una sola mirada señala el mejor lugar para hacer el
apostadero. Es un bordo entre las pichanas a unos quince metros de la vaca y a
igual distancia de la senda que utiliza el jabalí para llegar.
Comienza
a cavar.
El suelo en ese lugar es algo medanoso y las primeras paladas salen abundantes, pero
al ir ganando profundidad, la tierra húmeda y dura se resiste a la pala.
Transpira. Una gran araña pollito, malhumorada por haber sido despertada antes
de la primavera se sacude entre el polvo y huye hacia el pichanal.
Son
casi las cuatro de la tarde y el sol comienza a perder fuerza. Finaliza el
pozo. Tiene forma de asiento y es copia del que alguna vez le viera hacer a un
cazador que vino de La Pampa y que en una sola noche mató a dos chanchos en un charco cercano.
Corta con la pala varias ramas de
algarrobo y algunos renuevos de chañar y los va apilando detrás del apostadero hasta que considera que
en la noche, aún equivocando la senda, ningún jabalí le aparecerá por la espalda.
Mira el sol. Tiene el tiempo justo.
Clava la pala junto al pozo, salta al caballo y sale al galope.
Llega a la casa. Blanquito lo
recibe en el camino. Deja el caballo cerca de la puerta atado a los barrotes de una ventana y
comienza a cargarle en el lomo las frazadas. Le parecen poco abrigo, agrega tres
pellones y ata todo con una cincha.
Ingresa
a la cocina y se sienta a comer el asado que sobró del almuerzo. Por la puerta
abierta, el sol le avisa que pronto desaparecerá detrás de los montes. Envuelve
en un papel lo que queda de la carne asada y mete el paquete en una bolsa. Agrega un pedazo de pan
y una caramañola de plástico con agua.
Antes
de salir, su mirada se encuentra con una botella de caña que lo observa desde arriba del aparador.
La lleva.
Con la pava apaga el
fuego de la cocina y sale, llevando hasta una pila de ladrillos la escopeta y
la bolsa.
Cierra las puertas de las dos habitaciones que componen la casa, desata el caballo y lo
monta. Se arrima a la pila de ladrillos y toma el arma y la bolsa. Antes de
partir controla si lleva todo: cartuchos, cuchillo, agua, comida, abrigo. Está todo. Reta al perro
para que no lo siga y sale al trotecito por la huella.
Es de noche. La luna salió al
oscurecer y ya ha sobrepasado la altura de los tamarindos. El monte guarda
silencio, sólo interrumpido de a ratos por lejanos mugidos. La helada llega con
la huida del sol y se está haciendo notar en las orejas y la nariz de Ariel. Se envuelve la
cabeza con una manta, pero enseguida nota que cualquier pequeño ruido del monte
sería imperceptible y se destapa. Sabe, a pesar de ser la primera vez que
espera a un jabalí, que éste,
si es un macho, anda solo y llega despacio, desconfiando de todo.
Ahora es cuestión de
esperar. En algún momento de la noche, el chancho llegará. Tiene la escopeta
cruzada sobre las rodillas. Está montada, lista para tirar. No quiere correr el
riesgo de alertar al animal con el clic que produce el martillo al montarse. Le
ha puesto dos de los cartuchos que ha cargado con bala y tiene el otro a mano
sobre el bordo de tierra que circunda al pozo. Éste es bastante profundo y sólo emerge de la
tierra la cabeza del muchacho, disimulada entre las altas pichanas que lo
rodean. Si se queda quieto, el chancho no lo verá. Pero el frío conspira contra
sus intenciones de no moverse y comienza a congelarle las manos. Se las
envuelve en el poncho que tiene sobre los hombros. Está sin guantes pero de
tenerlos sólo podría usar el izquierdo. Los dedos que controlan el gatillo
deben ser sensibles. De pronto un zorro entra al claro trotando y se pone a tironear el cuero
reseco de la vaca. Esto, luego de sorprenderlo un instante, le trae
tranquilidad. El zorro también es muy cuidadoso y si él no lo ha visto ni olfateado,
el chancho tampoco lo hará.
Mientras lo observa, su mente recorre mil cosas pasadas y
por pasar: "Su padre, finalmente jubilado después de tantos años de
trabajo, siempre en el campo. Sus hermanos, allá en Buenos Aires, sin escribir
ni mandar a decir nada desde hace tanto tiempo. Su madre, muerta repentinamente
un 25 de mayo, después de ver el desfile escolar en el pueblo y el recuerdo de
ese último abrazo que le diera, aún con el impecable guardapolvo puesto. Siente que una
lágrima le enfría el rostro y tratando de pensar en otra cosa, lleva sus pensamientos
a todo lo que desea hacer en el futuro. A su padre no lo puede sacar del campo
y a esta altura tampoco lo puede dejar solo. Pero a él le gusta el pueblo.
Desde que terminó la primaria, sólo ha ido unas pocas veces. La última vez que
fue lo encontró al Marcelo, que iba a la escuela con él y se sentaba a su izquierda. Ahí se
enteró que ya estaba de novio y por segunda vez. Por eso quiere ir a vivir al pueblo, porque
en el campo no hay chicas y si se queda ahí nunca se va a casar. Pero no se
anima a decírselo al padre. Quizá ahora que éste cobre la jubilación, como no
le va a hacer falta tanto el trabajo del campo, se decida. Pero no, tendría que vender las pocas
vacas que tiene allí y no se imagina a su padre en el pueblo y mucho menos llevando
pantalones angostos. Toda la vida usó bombachas, cuanto más anchas mejor.
Pronto lo sortearán para el servicio militar. Ha oído que otros muchachos de su
edad quisieran salvarse con un número bajo. No los entiende. Él espera ese
sorteo como la gran oportunidad de ir a vivir a la ciudad. Aunque le corten el
pelo y sólo lo dejen salir el domingo. El campo también le gusta y si no
fuera...”
El aleteo característico de una martineta que, espantada
por algo, se ha levantado a unos cien metros lo trae de regreso al
salitroso claro y al frío que le ha paralizado el rostro. La martineta sólo
vuela de noche ante la presencia de un zorro, un puma... o un jabalí. La luna
lo encandila en el centro del cielo. Ariel no se mueve. Apenas respira.
Escucha. El zorro junto a la vaca también está quieto, escuchando. No se oye
nada y eso es lo inusual en el monte. Cuando recién oscurece hay una o dos
horas en que el silencio reina, pero después, ya avanzada la noche, comienza la
actividad de los animales nocturnos. Y siempre hay alguno rompiendo el silencio, ya
sea un ratón entre las hojas secas o una vizcacha charlando a su manera con sus compañeras.
Pero ahora no. Ahora todo está detenido, esperando. El animal está allí. El que
hizo volar a la martineta. Seguramente es su jabalí. El padrillo grande. Aún no
se lo ve, aún no se lo escucha, aún no se lo huele, pero está allí, en alguna
parte del monte circundante, analizando con su fino olfato cada partícula del
aire. Es desconfiado, por eso llegó a grande. No se acercará hasta estar
seguro.
De
pronto una pequeña rama al quebrarse a unos veinte metros detrás de Ariel termina
de paralizarlo. Siente golpear su corazón y teme que el chancho lo oiga. Ha
sacado lentamente sus manos de abajo del poncho y comienzan a enfriársele aceleradamente.
Una jarilla seca cruje a su izquierda y algo más lejos. El jabalí está rodeando
el lugar, olfateando. No se acercará hasta dar toda la vuelta buscando el
viento que siempre le cuenta cosas. Pero el aire no se mueve y eso finalmente
lo obligará a arriesgarse.
El zorro huye de pronto hacia la derecha y antes que
desaparezca del claro entra el jabalí bufando y levantando el hocico en busca de
algún aroma sospechoso.
Ariel está congelado de emoción y miedo y no se atreve ni
a respirar por no delatarse. Es un chancho tremendo, de más de 180 kilos de
peso, cuyos colmillos a la luz de la luna le dan un aspecto terrorífico, y desde esa altura, a ras del
piso, se ven aún más grandes. Da vueltas alrededor de la vaca revisando el terreno.
Ariel lentamente ha ido levantando la escopeta poniendo el caño en dirección al
jabalí.
Pronto siente el arma apoyarse firme en su hombro. El chancho comienza a
inquietarse. Algo en el aire le ha dicho que esa puede ser su última noche.
Levanta el
hocico nuevamente a la vez que bufa amenazador. Ariel apunta a la
paleta y aprieta el gatillo del caño derecho. Le parece ver que un instante
antes del estruendo el chancho se mueve, pero el desgarrador bramido que sigue
al disparo le indica que el plomo entró en el animal.
Cuando baja el arma, el chancho ya no está en el claro.
Un tropel interrumpido por el crujido de los montes secos que el jabalí va atropellando
en su enceguecida carrera le hace dudar de la exactitud del disparo. Pero el
chancho gritó y el chancho no grita de miedo. Se va herido.
El silencio vuelve a ganar el monte por un rato. Ariel se
ha envuelto en las frazadas y trata de calmar el frío con un trago de caña,
Tendrá que esperar la mañana para seguir el rastro. Si pegó bien debe haber
sangre en algún lugar. Sabe que el jabalí es duro para morir pero con lo que
queda de noche bastará para encontrarlo tieso donde haya llegado a echarse.
Por las dudas puso el otro cartucho en el caño que
disparó. Aunque no ha visto cerca más huellas que las del padrillo grande sabe
que en el campo andan muchos jabalíes e incluso pumas que pueden venir a comer
de la vaca.
Otro trago de caña y a aguardar el día. Ya lo que él
esperaba, pasó. El chancho vino, él le tiró y seguramente está muriendo en
algún lugar del monte. Por la mañana irá a buscar al Blanquito para que le
ayude a seguir las huellas. En ese momento se acuerda del caballo. Lo ha atado
con un lazo largo por si quiere echarse al reparo de unos algarrobos. Se
admira de la capacidad que tienen estos animales y las vacas para sobrevivir a
heladas como la que él está apenas soportando debajo de un grueso saco de cuero,
tres frazadas, un poncho y tres pellones de oveja.
Está amaneciendo. El frío aumenta. El agua en la
caramañola plástica está congelada desde hace horas y la botella de caña ha
sido la única salida para calmar la sed que le produjo el asado frío que comió antes de salir.
El mediano alcohol de la bebida y el cansancio se han aliado. Ariel duerme
tapado completamente. Las palomas y los loros comienzan a pasar mientras el sol
asoma su dorada calva entre los tamarindos.
Un
toro muge cerca y lo despierta sobresaltado. Calcula que deben ser las nueve.
Se despereza sin salir del pozo. Cuesta abandonar ese calor tan trabajosamente
ganado.
Mira
el claro y lo ve distinto a como lo viera toda la noche. Detalles que con la
luna se ven lejanos, de día se descubren allí nomás a pocos metros. Se para en
el pozo y comienza a doblar las frazadas y a apilarlas sobre las pichanas.
Cuando tiene todo ordenado sale, escopeta en mano, hacia el claro.
Allí
están los rastros de la espantada que pegó el jabalí al sentir el tiro. Por
allí se fue. Sigue los
rastros de las grandes pezuñas marcadas con fuerza en la huida y de pronto,
allí está. En un reseco palo de jarilla la sangre aún fresca lo
tranquiliza y lo excita a la vez. El plomo pegó. Pegó e hizo daño porque cinco
o seis
metros más allá, una zampa está coloreando del mismo lado, el izquierdo, del
rastro.
Busca el caballo. Está echado entre unos coirones a la
sombra de un algarrobo y se para al oírlo llegar. El cuerpo caliente se rodea
de una capa de vapor unos instantes hasta que llegan al pozo y Ariel comienza a
cargar todo lo que trajo para pasar la noche.
Monta y al paso se encamina a la casa. Cuando llega,
Blanquito sale a saludarlo de la casucha donde duerme, debajo del horno.
- Vos preparate
que ya nos vamos - le dice mientras desata las frazadas y las entra al
dormitorio.
Bebe un gran vaso de agua en la cocina y luego de poner
unos pocos cartuchos de munición en el bolsillo del sacón, monta nuevamente.
- Vamos, Blanquito
- dice mientras talonea al caballo.
Llegan
al claro. El perro inmediatamente encuentra el rastro de sangre. Ariel se baja
del caballo y con la escopeta en la mano derecha y el cabestro en la izquierda
comienza a seguirlo. Llegan al jarrillal seco donde tanto ruido hiciera el
animal al pasar en su huida. Siguen encontrando sangre cada tanto pero siempre
gotas o pequeños coágulos. Ya han hecho más de doscientos metros del claro. Las
huellas pasan a otro salitral y se dirigen a una isleta de chañares. Ariel va
casi trotando detrás del perro que reconoce cada huella sin dudar nunca. El
padrillo tiene más olor que las hembras y siempre deja mejor rastro. Además está
la sangre.
Debajo de los chañares, los coirones muestran en sus
rojos cabellos que por allí pasó el chancho herido. Ariel se detiene. El caballo
no pasará por entre los espinosos chañares. Monta. Rodeará la isleta mientras
Blanquito la atraviesa por el medio.
Comienza a trotar rodeando el impenetrable monte sin
dejar de empuñar la escopeta. De pronto un bufido y ya tiene el chancho allí,
a dos pasos del caballo, alzando su amenazante hocico y embistiendo
furiosamente sin dar tiempo a hacer nada. Siente relinchar de dolor al caballo
y a continuación el fuerte golpe de la espalda contra el desparejo colchón de
coirones. Queda un instante sin respiración. No ha soltado la escopeta pero el terror
de saberse a punto de pelear cuerpo a cuerpo con el jabalí comienza a
invadirlo. Antes de que pueda levantarse lo tiene encima. Quiere apuntarle pero la embestida
es tan rápida que el caño pega en el lomo del chancho a la vez que siente el
colmillo entrándole en la pierna derecha. Patea con todas sus fuerzas en la
cara del furioso animal y éste retrocede con el hocico rojo de una sangre que el joven reconoce inmediatamente
como suya. Se miran un instante. Los pequeños ojos del jabalí herido no son
indiferentes, son ojos fríos, asesinos y Ariel lee en ellos que no lo dejarán
hasta verlo muerto. Los caños de la escopeta en la lucha se han clavado en la
tierra y el muchacho, que lo ha advertido, sabe que tirar sin estar seguro de
no tener un caño taponado es arriesgarse a morir por la explosión. La usará
como garrote. El chancho se agacha preparando la embestida final castañeando
los colmillos letales y luego con un bramido gira rápidamente sobre sus patas
sacudiéndose. Ariel sorprendido divisa en el costado del animal el agujero del
disparo, demasiado adelante para ser mortal y luego a su perro que prendido de
los testículos del jabalí da vueltas con él en un remolino furioso. Lo ve soltarse
para ser inmediatamente alcanzado por los blancos colmillos. No grita, pero el
joven sabe que cada movimiento de cabeza del chancho le quita un poco de su perro.
Cuando termina su faena el jabalí mira nuevamente a
Ariel. Éste lo está apuntando con el gatillo montado. Tiene que arriesgarse. Ha
perdido el cuchillo sin siquiera haber alcanzado a pensar en él y siente que
morirá si el chancho vuelve a atacarlo.
El animal bufa furioso. Ariel advierte que éste no usa la
pata delantera izquierda,
donde tiene el balazo. El acre olor, característico del jabalí macho inunda el
lugar. Comienza a caminar hacia el muchacho como eligiendo por dónde recomenzar
su tarea. Ariel aprieta el gatillo y el chancho cae fulminado con un plomo que,
entrando por uno de sus ojos le borra en un instante todo el instinto agresivo
de su primitivo cerebro.
El muchacho trata de levantarse pero cae con un grito de
dolor al mirar su destrozada pierna. La sangre le empapa la bombacha y en los
pocos segundos que ha permanecido allí ha dejado una gran mancha en el médano.
Se está desangrando, la herida es honda y ha cortado el músculo al largo desde
poco más arriba del tobillo hasta cerca de la rodilla. Entre gritos contenidos
se ata el cinto en el extremo superior de la herida tratando de cortar la
sangre. Momentáneamente lo logra. Pero tiene que llegar a la casa y si camina deberá soltar
el torniquete. Alcanza a divisar el caballo entre unos arbustos a unos cien metros
y lo llama como acostumbra hacerlo, con un silbido. Pero el animal no se acerca.
Tendrá que ir hasta él.
Pasa arrastrándose al lado del chancho muerto. A un
costado, sobre un coirón, Blanquito es una masa deforme y roja. Lo
despide con una mirada y sigue arrastrándose sin soltar el cinto que a modo de
lazo tiene ajustado bajo la rodilla. Sabe que va sangrando, que va dejando gota a gota
parte de su vida que es rápidamente absorbida por el médano.
Ya
está a pocos metros del caballo. Se detiene y lo llama nuevamente pero lo que ve al moverse el animal
lo horroriza. De la panza, abierta con el primer ataque del jabalí, le cae un manojo de
tripas que llega hasta el suelo impidiéndole caminar sin pisarlas. El caballo
lo mira con ese brillo de tristeza que sólo tiene el que sabe que va a morir
pronto.
- Nos jodió a los tres, hermano - dice Ariel.
Sigue arrastrándose despidiéndose de su caballo y de la
única esperanza que tenía de llegar rápido a la casa. Él sabe que si sigue perdiendo
sangre también morirá. Ha matado a muchos terneros, chivos y corderos y sabe que
luego de una determinada cantidad de sangre el animal se desmaya y luego muere.
Y él ya ha derramado mucha. Si se desmaya está perdido. Mira el sol. Deben ser
cerca de las once.
-
Bueno, Don Andrada, si no necesita nada me voy.
- No, creo que traje de todo... a ver, espere
que voy a ver, si el Ariel dejó la pava al fuego, se toma unos mates antes de
irse.
El
viejo entra a la cocina y luego de un momento sale serio y pálido. Don Martínez
nota
el cambio en el ánimo del hombre y le dice:
- ¿Qué pasa, Don Andrada? ¿Se siente bien?
-
Este muchacho... - dice el hombre preocupado -. Se ha ido a esperar un
chancho a la vaca que se murió en el clarito de los tamarindos... ha hecho
plomos con las municiones...
ahí están los pocitos en el piso de la cocina... Ojalá que no le haya pasado
nada... Mire la hora que es... y ha vuelto y ha salido de nuevo, porque ha
dejado las frazadas sobre la mesa del dormitorio.
- ¿Quiere que vayamos en la camioneta a ver si
lo encontramos? Está sobre la huella, ¿no?
- No, está un poquito para adentro pero, mire,
si me lleva, yo no quisiera molestar pero de acá a que ensille un caballo, si
usted me puede llevar y perdone la molestia... Este muchacho... me dijo que se
quedaba acá... carajo, no se puede confiar...
Suben ambos a la camioneta y poco
después se detienen donde el viejo indica. Minutos más tarde están junto a la vaca muerta.
-
Acá hay huellas - dice Don Andrada -. Por acá ha disparado un chancho.
- Acá hay un pozo - llama el patrón
-. Desde acá lo ha estado esperando.
Observan todo y van reconstruyendo
lo sucedido.
- Un cartucho vacío... y lo han tirado anoche.
Tome, huélalo y va a ver - dice el viejo.
- Seguro que el chancho vino y Ariel le tiró -
calcula el patrón.
Siguen
recorriendo el lugar.
- Venga, venga, acá hay sangre -
grita el viejo -. Y es del chancho, acá están las huellas, va corriendo... y va
herido.
-
Y acá hay huellas del Ariel - dice el patrón -. Lo va siguiendo y lleva
el caballo.
-
Y el Blanquito - agrega el viejo.
Comienzan a seguir el inconfundible rastro del muchacho y
los tres animales.
Ariel está tirado contra un
alpataco, jadeando. Tiene la boca seca y comienza a invadirlo un extraño cansancio. Sin
haberlo sentido nunca sabe que si se deja vencer por él lo llevará al sueño
final. Tiene la ropa destrozada por los piquiyines, chañares y algarrobos que
ha dejado atrás.
- Y me voy a morir nomás - piensa con los ojos
llenos de lágrimas -. Me voy a morir con
diecisiete años...
Un
envión de rabia lo hace recorrer más de cien metros sin parar. Ya no siente la
pierna herida. Las manos le duelen hechas pedazos por las espinas escondidas en
el medanoso suelo y por la fuerza con que debe sostener el cinto para que no se
afloje.
Cae boca abajo y siente la tierra
en la boca. Escupe casi sin fuerzas. Mira el sol y se estremece al pensar en la
oscuridad de la muerte.
- Papá - dice en voz baja y repite mientras
comienza a llorar - papá... papá...
Hace
un nuevo intento de seguir, arrastrándose en la dirección que ha tomado y que
sabe es la correcta para llegar a la casa y siente el primer mareo. Se detiene
y respira hondo, pero presiente que todo está perdido. Si suelta el cinto la sangre,
la poca sangre que aún le queda, brotará y se llevará su joven vida con ella.
Siente unos golpecitos en el pecho
y se asusta al comprobar que es su propio corazón que ha perdido el ritmo habitual.
-
Pronto se detendrá
- piensa ya sin fuerzas para angustiarse.
Una extraña calma comienza a
invadirlo. Sólo conserva conciencia para no soltar el cinto que, ceñido a su
pierna, retiene con dificultad el vital líquido.
Abre los ojos y se sobresalta al
descubrir que no recuerda haberlos cerrado. Se agita y vuelve a desesperarlo la
idea de la muerte cercana.
-
Con diecisiete años – piensa -. Me voy a morir con diecisiete años... ¡la
puta que lo parió! Y me voy a morir por boludo, porque el papá me dijo que no
fuera a cazar el chancho... ¿por qué no me quedé en la casa?
Tiene la cabeza apoyada contra una
zampa y las molestas semillas se le meten por el cuello de la camisa, pero no las
siente. Toda su fuerza, la que le queda, está dirigida a un solo fin: vivir un
poco más, un rato más.
Le parece haber oído un grito a lo
lejos. Pero no. Debe ser su imaginación o las mismas ganas de que alguien lo
ayude.
Pero... sí... ¡es un grito! ¡Es su nombre!
¡Están gritando su nombre! ¡Y es su padre que viene acercándose!
-
¡Aquí, papá! - grita con el poco aire que sus debilitados pulmones almacenan
todavía. No oye más nada. ¿Le habrá parecido?
- ¡Ariel! ¡Ariel! - el grito suena cada vez más
cerca.
-
¡Aquí, papá! - vuelve a gritar a la vez que trata de levantarse un poco.
No puede hacerlo pero su grito ha sido escuchado y pronto escucha los pasos que
a la carrera se acercan.
- ¡Ariel! ¡Muchacho! ¿Qué pasó? - exclama su
padre que pese a su edad llega varios metros antes que su patrón.
Ariel
quiere contestar pero no le sale ningún sonido de la garganta. La emoción y la
debilidad han apagado momentáneamente su voz. El viejo al ver la pierna
embarrada de sangre y tierra y aprisionada por el cinto que el muchacho no ha
largado, levanta la bombacha para observar la herida. Aunque nadie se lo ha
dicho, sabe ha sido causada por los colmillos del jabalí que acaba de ver muerto
junto al perro y al caballo. Lo que ve lo hace retroceder espantado y tragar saliva.
El tremendo tajo de más de
treinta centímetros de largo ha partido el músculo por la mitad y ha llegado hasta el
hueso. A pesar del torniquete la sangre sigue manando en varias partes que al
irse lavando con la misma se mantienen sin tierra. Don Martínez está parado a
unos pasos sin saber qué hacer, recuperándose de la carrera en que el viejo lo obligó a
intervenir, después de encontrar los animales muertos y tener, por la roja
huella, la seguridad de que el muchacho iba herido.
-
Ayúdeme Don Martínez, que se me desangra el Ariel - suplica el viejo
abrazando a su
hijo que, semi desvanecido, no afloja el improvisado torniquete.
-
Me jodió el chancho, papá - susurra apenas al ser levantado por los dos
hombres. Don Martínez lo toma por debajo de los brazos y junta sus manos sobre
el pecho del muchacho y el padre, de espaldas agarra la pierna sana con una
mano y la otra, la derecha, la sostiene directamente con el cinto logrando de
esta manera que el lazo
se ajuste más en la
carne.
Comienzan a caminar en dirección a
la huella con gran dificultad por los altos montes. Por suerte todo lo andado
por Ariel lo ha acercado al camino y pocos minutos después llegan a él. La
camioneta ha quedado a más de cuatrocientos metros sobre la misma huella y Don
Martínez sale trotando a buscarla.
Ariel se ha desmayado y
su padre, angustiado, a cada momento le toma el pulso. Ha ido contando como
propia cada gota de sangre desde que llegaron al lugar de la lucha y sabe que
la situación es desesperante. La hemorragia a pesar del cinto, continúa y al
parecer no hay forma de pararla mientras el corazón funcione. El también hace
la comparación con los animales que ha degollado. Con mucha menos sangre de la
que ha visto desde el lugar donde su hijo fue herido, un ternero ya habría
blanqueado los ojos comenzando a estirar las patas desperezándose por última
vez.
Empieza a pensar en la
posibilidad de perder a su hijo, su única compañía, pero aleja pronto esas
ideas de su cabeza. Él no va a perder las esperanzas de salvarlo.
Vuelve
a tomarle el pulso en el cuello. Apenas lo encuentra. Llega la camioneta. En
un instante Ariel está sentado en el medio y su padre a la derecha sin soltar
el torniquete. Arrancan a toda velocidad. Una gota de sangre cae sobre las
flamantes botas del viejo. Tiene que parar esa hemorragia. Falta casi una hora
de viaje y hay que pasar cuatro tranqueras antes de llegar al asfalto. Cuando
están por pasar frente a la casa, el viejo dice:
- Pare un momento, Don Martínez.
La camioneta se detiene.
-
Tenga acá tirando lo más fuerte que pueda - dice el viejo alcanzándole el cinto
a su patrón. Luego baja corriendo. Vuelve antes de un minuto con una tenaza y
un rollo de alambre de fardo.
- ¡Qué va a hacer? - pregunta Don Martínez
asustado.
- Voy a parar esa sangre - contesta el viejo,
- si no lo hago el Ariel se nos queda en
el camino.
Corta un trozo de
alambre y con cuidado lo pasa por sobre la atadura del cinto dando dos vueltas
a la pierna.
- Lo voy a poner arriba del cinto para que no
corte, usted téngamelo que no se corra mientras aprieto.
Comienza a retorcer el
alambre estirándolo cada tanto hasta que ve que el cinto casi desaparece en la
hendidura de la carne.
- Ya no sangra - dice luego de una rápida
mirada -. Ahora sí, vamos.
Parten raudamente hacia
el pueblo.
Don Martínez, maneja
velozmente aprovechando el conocimiento que tiene de ese trayecto y, cuando el
medanoso camino se lo permite, mira de reojo al joven moribundo.
Junto a la otra puerta,
Don Andrada va atento a cualquier detalle en el rostro de su hijo que indique
un mejoramiento o un desenlace de la desesperante situación. En medio de los
dos, Ariel, inconsciente, ya no advierte nada de lo que sucede con su cuerpo ni
a su alrededor.
La polvareda se queda
un rato marcando el camino por donde tres hombres le están corriendo una carrera a la muerte.
Ayer vino a visitarme Don Andrada.
Desde que vive en el pueblo no lo veo muy seguido. Pensé que vendría por mi
promesa de regalarle un perrito galgo y lo llevé directamente adonde tengo la
perra con los cachorros.
- Elijo el blanquito - me dijo apenas los vio.
Noté
que la mente del viejo había regresado momentáneamente a aquella angustiosa tarde y como para
recordarle que no todo había salido mal, pregunté:
-
¿Y cómo anda Ariel?
-
Bien, muy bien - sonrió cambiando el semblante -. Como él dice... rengo, rengo, pero vengo.
-
¿Ya... se acostumbró? - pregunté con cierta inseguridad.
- Sí... bah, a la muleta la usa sólo para
salir. En la casa anda así nomás, - y agregó con un gesto de resignación:
- ¿Sabía que se casa el Ariel?
- ¡No me diga! ¿Y con quién?
- Con la hija del panadero, el que está al lado
del que vende ladrillos, en la misma cuadra que vivimos nosotros, pero sobre la
calle de atrás.
- ¡Qué bien! - dije por decir algo y al parecer
me equivoqué pues el viejo no estaba muy conforme con la decisión del
muchacho.
- ¿Le parece bien? ¿Con veinte años?
- Bueno... digo yo... Si se quieren, en una de
esas es para bien, no se olvide que él no sale mucho y tampoco tiene amigos de
antes en ese barrio...
- Sí, pero yo creo que aún es muy joven...
Pero, ¿para qué va uno a decirle nada si después hace lo que quiere? Y bueno... capaz que es como usted dice,
para bien... El
padre de la chica les va a poner un puesto para vender pan cerca de la terminal de ómnibus... para
que vivan ellos.
Comprendí que lo que en verdad
preocupaba al viejo era la posibilidad de quedarse solo y traté de
tranquilizarlo.
-
Pero seguramente van a vivir cerca. Ariel no se va a aguantar sin ir a
verlo todos los días. Está muy acostumbrado a su compañía.
-
¿Y qué le parece? Lo crié yo solo desde que tenía diez años, cuando la
finadita nos dejó. Los otros muchachos ya se habían ido a trabajar a Buenos
Aires.
Me
quedé pensativo un instante en el que me arrepentí de haber llevado el tema
hacia esos recuerdos que siempre duelen. Luego dijo mirándome a los ojos:
- Yo nunca le voy a terminar de agradecerle lo
que hizo por mi hijo, Don Martínez...
- Déjese de macanas, - le interrumpí -, yo lo
único que hice fue traerlo lo más rápido que pude al hospital, lo demás lo hicieron los médicos...
y usted que cortó la sangre justo a tiempo.
- Y le terminé de arruinar la pierna a mi hijo
- agregó con tristeza el viejo, bajando la mirada.
- No, Don Andrada, - corregí -, acuérdese que
ya le dijo el doctor que si no hubiera sido por el alambre, el Ariel no llegaba. Sáquese esas
ideas de la cabeza y vaya buscándole un nombre al perrito que la semana que
viene ya puede venir a buscarlo.
-
Ya
tiene nombre - dijo mirándome con una triste sonrisa en su oscurecida cara de hombre bueno -. Se
va a llamar Blanquito.
Lo
acompañé hasta la puerta y lo vi alejarse por la vereda con esas anchísimas
bombachas grises que el pueblo no lograría quitarle en vida.
Me
quedé mirándolo hasta que dobló en la esquina. Entré. Desde la pared del
comedor, la gran cabeza de jabalí embalsamada me observaba indiferente con sus
pequeños ojos de vidrio marrón. Me estremecí
al recordar los detalles de aquella tarde de invierno. Esa noche,
después de cenar, me encerré en mi escritorio, tomé una hoja y la encabecé con
el título: "La noche del jabalí (relato lugareño)”. Después comencé a
escribir...
Rubén Antolín Heredia - 1990
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