Todas las
mañanas, a eso de las seis, pasa por mi casa una camioneta ruidosa que me
despierta. Luego de mis saludos a la madre del conductor, me levanto, apago las
luces de afuera, paso por el baño y me acuesto a intentar retomar ese sueño que
ya no recuerdo pero que debe haber sido bueno. Todo es inútil, con la mente
descansada mi cabeza se torna un enjambre de recuerdos e ideas nuevas sobre los
temas más diversos. Es la hora de pensar, dos horas antes del alba, la hora en
que escribía Julio Sosa, un gran poeta que, además, cantaba. O un gran cantor
que, además, escribía poemas excelentes. (Buscar en Internet “Dos horas antes
del Alba – Julio Sosa”)
Me levanto y
enciendo la computadora, compañera inseparable desde que cumplí cincuenta y me
regalé la primera, con un disco de memoria risible. - Voy a escribir, algo va a
salir – me digo.
- ¿Voy a escribir para quién?
Hace un tiempo ha aparecido esa pregunta en mi cabeza. No es la pregunta generalizada. Hablo de mí. Muchas de mis páginas están llenas de recuerdos. La gran mayoría de los involucrados en esos recuerdos ya no están; esos que alguna vez imaginé leyendo y aprobando (o rechazando) mi memoria, se han ido sin saber siquiera que aún los recuerdo y tal vez, ¿por qué no?, sin recordar mi nombre.
- ¿Voy a escribir para quién?
Hace un tiempo ha aparecido esa pregunta en mi cabeza. No es la pregunta generalizada. Hablo de mí. Muchas de mis páginas están llenas de recuerdos. La gran mayoría de los involucrados en esos recuerdos ya no están; esos que alguna vez imaginé leyendo y aprobando (o rechazando) mi memoria, se han ido sin saber siquiera que aún los recuerdo y tal vez, ¿por qué no?, sin recordar mi nombre.
Es improbable que
mis escritos lleguen al papel. Salvo que yo mismo los edite, como he hecho
últimamente, el destino de mis palabras será el formato digital, limitado a los
usuarios de Internet y excluyente para aquellos “grandes” que podrían sentirse
reflejados en alguna anécdota.
Pero ahí está
otra vez mi cabeza recordándome que, con o sin motivo o razón, eso que aparece
tan nítido, tan detallado, tal vez, quizá, le pueda interesar a alguien y debe
quedar escrito.
En los últimos
días he estado repasando mi efímero paso por el boxeo. No como boxeador, no fue
ni es mi vocación recibir golpes y jamás aprendí a saltar con una soga. Lo mío
fue como promotor de festivales.
Una noche, allá
por el año 1977, poco después de mi regreso de la provincia de La Pampa, junto
a un amigo concurrí a un festival de boxeo en el Club Andes. Era un local muy
pequeño, ocupado en gran parte por el ring, que había sido colocado en una
esquina.
No recuerdo los
combates preliminares. Tampoco si la pelea final era importante. Era un
festival de peleas de amateurs, pensado para tantear la respuesta del público.
El pequeño lugar estaba repleto y los pasillos entre las sillas apenas
permitían el paso de una persona. En un momento, un joven cuyo rostro me
pareció familiar, pasó por ese pasillo y me miró.
- Ése
es el Eduardo Guzzeta – me dijo mi amigo -, es de acá, pega como patada de
mula.
Al finalizar el
espectáculo, subió al ring un morocho de cabello algo ensortijado. Lo
presentaron como Florentino Correa, un profesional de San Rafael, reconocido
por haber combatido en el siempre épico Luna Park. Después de dar unas vueltas
en el ring, saludando, alguien le pidió que se sacara la camisa. Y ahí nos
sorprendimos todos. Era un físico culturista de una musculatura perfecta. Supe
después que por ese detalle era muy destacado en su tierra.
En esos momentos,
una mujer que parecía conocerlo (evidentemente borracha) empezó a llamarlo: -
¡Floro, Floro! – a la vez que intentaba subir al ring. La gente que organizaba
trataba de frenarla pero eso sólo incrementaba sus intentos y sus llamados: -
¡Floro, Floro!
Finalmente la
sacaron al patio y el festival terminó. Todos salimos con una sonrisa y un poco
de clemencia por la vergüenza que había pasado ese muchacho.
Unas semanas
después concurrí, junto al mismo amigo (no lo nombro porque he tenido malas
experiencias con algunos amigos que he nombrado) a un festival que se hacía en
Ferrocarril Oeste. Allí las peleas parecían ser más relevantes, con algunos
boxeadores de San Rafael enfrentando a los locales. En el final, hicieron subir
a un boxeador de Buenos Aires, que estaba de visita en nuestro departamento. Se
hacía llamar “Nico” Bardi. El apodo hacía referencia a nuestro Nicolino Loche y
se suponía a un estilo de pelea similar. En la corta exhibición que hizo esa
noche, “Nico” se agachaba ofreciendo el rostro a su adversario, y cuando éste
intentaba golpearlo, lo esquivaba hábilmente. Mi amigo (el innombrable) me
dijo: - Éste es el marido de (Aquí nombró a una mujer que - según dijo -
trabajaba en una de las whisquerías locales.) Ha venido de Buenos Aires y está
parando con ella en una residencial.
Esa noche surgió
la idea de organizar boxeo. En ese entonces el Sport Club Pacífico
prácticamente no usaba el gran salón que históricamente tiene sobre la Avenida
Libertador Norte, a cien metros de mi casa. Allí fui a hablar con los
dirigentes y unos días después, siempre con la ayuda incondicional de mi
hermano Héctor, estábamos organizando un festival de boxeo.
Fui a conocer a
este boxeador de Buenos Aires y aquí se dio la primera situación incómoda.
Según me advirtió mi amigo antes de entrar, este joven había venido desde su
provincia sin saber cuál era el verdadero trabajo de su esposa. A poco de
presentarnos, él nos hablaba de ella y de su trabajo en “una fábrica envasadora
de tomates que trabajaba las veinticuatro horas y donde ella hacía turnos de
noche”.
Arreglamos los
detalles de su pelea, la de fondo, en la que enfrentaría a Florentino Correa.
Ambos eran del mismo peso, medio mediano. Durante la organización del festival,
que requirió varios viajes a San Rafael, “Nico” supo lo de su mujer y decidió
separarse. Le alquilé una habitación con baño, le conseguí algunos muebles, y
seguimos adelante. Por supuesto, cada vez que “Nico” necesitaba dinero, venía
directamente a pedirme “a cuenta de lo que iba a cobrar”.
En la pelea de
semifondo pensamos en Eduardo Guzzeta y le mandé a decir que quería hablar con
él. A poco de estar juntos, él me dijo: - ¿Vos sabías que nosotros somos
parientes?
Yo no lo sabía.
Allí él me contó que su padre biológico era Ricardo Heredia, hermano de mi
madre, lo que hacía que fuéramos primos hermanos. (Un rato más tarde mi madre
me confirmó eso) En ese momento me di cuenta por qué, al verlo por primera vez,
le había encontrado algo familiar. Tenía rasgos similares a algunos de mis
parientes de apellido Heredia.
Criado en un
ámbito muy humilde, opuesto al mío, no sólo en lo que hace a bienes materiales
sino en educación y ejemplos, Eduardo era considerado por muchos como un “pesado”
que ya contaba con algunos antecedentes policiales por peleas, aunque nunca por
robo. Para mí desde el momento en que lo supe pasó a ser un primo más y nunca
dudé en decirlo. Él también sintió ese reconocimiento y cuando nos veíamos, a
modo de presentación, decía: - Mi primo, ¿qué tal mi primo?
(Cuando falleció
mi tío Roberto - hermano menor de mi madre, de mi edad - Eduardo fue al velorio
y se reencontró con algunas de sus tías, que lo recordaban de niño. Unos años
después, su corazón, tal vez heredado de esa rama de los Heredia, en la que
varios han tenido dolencias cardíacas, dijo basta.)
En ese primer
festival el público fue inesperado, llenando completamente el salón con
alrededor de mil doscientas personas. La pelea final entre Florentino y “Nico”,
a pesar de las expectativas, fue un empate discutido. Ese resultado dio pie
inmediato para la programación de un nuevo encuentro.
De los
posteriores combates entre boxeadores aficionados surgen ahora algunas
anécdotas de las cuales adelanto estas:
Uno de ellos, que
había comenzado siendo casi un niño, en la categoría “Mosca”, decía que la
gente lo conocía como “El Mosquita Alvearense” y quería mantenerse en ese peso.
Además del gimnasio diario y trotes rigurosos, recurría a laxantes que a la
hora de pelear lo dejaban hecho un desastre que apenas podía mantenerse parado.
Hubo también uno
que a último momento me mandó a pedir que le comprara un equipo de gimnasia
Adidas (especificó la marca) porque si no se lo enviaba no se presentaba. Por
supuesto, esa noche su pelea se suspendió.
En un combate
entre un boxeador de San Rafael y uno local, cuyo nombre he olvidado, pero que
pegaba muy fuerte, recuerdo algo que fue histórico: apenas empezó la pelea el
alvearense le pegó a su contrincante una fuerte trompada que se debe haber
escuchado desde la vereda. El sanrafaelino, que aparentemente no sabía por qué
estaba ahí, dejó de pelear y se quejó al árbitro tocándose el pómulo izquierdo
“porque el otro le había pegado en la cara”. Las risas aún retumban en el estadio
de Pacifico.
En el ámbito del
boxeo, al menos en esa época de grandes nombres, era normal saber que Francisco
“Paco” Bermúdez en el rincón de Nicolino Locche le indicaba a éste: - “pegue y
salga”. Esa frase, tergiversada, se le gritaba a aquellos que cada vez
que se acercaban al adversario, cobraban.
- Reciba
y salga, muy bien, reciba y salga…
No sólo había
peleas sobre el escenario, en una oportunidad dos del público comenzaron una
pelea y uno de ellos subió al ring llamando al otro a continuar allí arriba el
diferendo.
Y aquí, algo que
seguramente requeriría de un análisis psicológico. La mayoría de los
boxeadores, aún algunos que tienen una o dos peleas, tienen el tabique de la
nariz quebrado. Eso los hace asemejarse y parecer emparentados entre sí. Pero
lo que me sorprendió fue escuchar el modo en que se enorgullecían de ese
momento en que habían perdido sus facciones naturales.
- A
mí me quebró la nariz, “Chito” Tévez – decía uno, orgulloso.
- A
mí, Héctor Mora – alegaba otro, tratando de no ser menos.
Ninguno aceptaba
haber perdido el parecido con sus padres una tarde cualquiera, en un
entrenamiento con un aficionado.
Esa época
coincidió con lo que yo recuerdo con los años de oro del Boxeo Argentino.
Encabezaban la lista de grandes reconocidos mundialmente, el inolvidable Carlos
Monzón, seguido de cerca en popularidad por Víctor Galíndez, bravísimo
deportista a quien conocí personalmente en General Pico. Cuello, Castellini,
Laciar, el ya citado Locche, Cabral, Hugo Pastor Corro y otros nombres que han
quedado debidamente incorporados a la historia del boxeo, en aquellos años eran
tan populares y conocidos como los son hoy los jugadores de la selección
nacional de futbol.
Alfredo Horacio
Cabral, oriundo de Santa Isabel y con parientes en mi ciudad, fue mi amigo y
alguna vez compañero de andanzas nocturnas en General Pico. Un gran tipo, muy
humilde, y sobre el ring imbatible, estaba destinado indiscutiblemente a ser
campeón mundial. La misma noche en que, en el Luna Park, le confirmaron que
tenía acordada una pelea por el título mundial de peso mediano, de regreso a la
ciudad de América, donde vivía, chocó de frente con otro auto y murió.
Carlos Monzón, en
ese momento con Susana Giménez, había formado una fundación con su nombre y
hacía exhibiciones a beneficio. La idea de traerlo a mi ciudad comenzó a rondar
en mi mente, aunque, como se dice vulgarmente, sólo fuera “para cambiar la
plata”, sin ganancias.
“Níco”, mientras
esperaba la segunda pelea que ya habíamos programado con Florentino Correa, de
ser un atildado deportista con conducta había pasado a ser un noctámbulo
empedernido dispuesto a recuperar el tiempo perdido en… el cabaret. Concurría
todas las noches; esa vida nunca fue barata y esa nueva personalidad redundaba
invariablemente en más pedidos de dinero “a cuenta de futuras peleas".
La noche de ese
segundo festival llovía torrencialmente. Al quinto o sexto round de la pelea de
fondo, Bardi Vs. Correa, se cortó la luz, como solía suceder entonces, por
tiempo indeterminado. Habiendo pasado la mitad de la pelea, según el
reglamento, correspondía consultar el resultado parcial. Con una linterna se
recogieron las tarjetas de los jurados. Hasta ese momento la pelea iba empatada
y ese fue el resultado que se dio por válido. Quedaba pendiente, tanto para el
público como para ambos contendientes, una definición que nunca llegaría.
Las deudas de
Bardi para con mi bolsillo, ya sumaban lo suficiente como para que, según él,
se justificara quedar mal. De pronto me anunció que dejaba de pelear “para mí”
y había comprometido un combate en el Club Alvear Oeste. No hizo nada que yo no
estuviera esperando y allá se fue, tras su destino.
Con mi hermano,
para intentar recuperar en algo las pérdidas, decidimos hacer un festival totalmente
de aficionados, con boxeadores locales y de San Rafael contra deportistas de
General Pico.
Programamos un
festival de nueve peleas. Héctor viajó a General Pico a traer la delegación
pampeana y a todos, tal es la costumbre, los alojamos en una residencial. Aquí
agrego que la contratación de un boxeador, ya sea profesional o amateur,
incluye alojamiento y todas las comidas para él y su representante, desde la
noche antes del encuentro hasta la mañana siguiente a la pelea. En este caso,
para ahorrar algo, el día del festival decidimos hacer un gran asado en las
instalaciones del Aero Club, junto al entonces caudaloso río Atuel.
Los pampeanos
llegaron e inmediatamente se metieron al río. Era verano. Apenas salieron del
agua el tiempo suficiente para comer y al rato ya estaban nuevamente en el
agua, jugando y caminando contra la corriente. Los boxeadores locales
permanecían en la orilla mirándolos con una sonrisa irónica.
- Estos
esta noche no van a poder caminar – decían por lo bajo.
Esa noche todas
las peleas fueron ganadas por los “cansados” pampeanos. El nivel de los locales
y los sanrafaelinos era bueno, pero los de General Pico habían enviado lo mejor
y se llevaron todos los laureles.
En uno de los
festivales siguientes alguien me contó de dos chicas, ambas hermanas de
boxeadores, que habían hecho en San Rafael una exhibición de box femenino, en
ese entonces algo inédito. Me pareció atractivo y en uno de mis viajes a San
Rafael contacté a las chicas y acordamos su presentación. Hice imprimir los
afiches incluyendo esa exhibición.
Un día antes del
festival el intendente me citó por medio de uno de sus ordenanzas. Allá fui, a
verlo. Se trataba de Don Andrés Addario, intendente interino del gobierno
militar de esa época. Yo lo conocía y realmente era una persona muy accesible y
respetable, pero ese tipo de cargos no electos incluye una dependencia que
pronto se hizo notar. Cuando estuve frente a él, llamó por teléfono al gobierno
provincial y de allí lo derivaron a la Liga de Madres de Familia, que en ese
momento se suponían autorizadas a decidir qué cosa era moral y qué cosa no lo
era. En síntesis: me prohibió hacer esa exhibición femenina.
No me preocupó,
esa exhibición estaba allí como una nota de color y las chicas, contrariamente
a lo que pudiera suponerse, subían al ring con equipo de gimnasia de pantalón
largo y buzo.
Los afiches, como
dije, ya estaban hechos y pegados en los lugares estratégicos del departamento
y de poblaciones cercanas. Hice un gran cartel donde decía: “La exhibición
femenina programada ha sido suspendida por expresa prohibición del intendente
municipal” y lo coloqué a la vista en la boletería.
Los veedores
municipales que siempre concurrían, apenas después de los saludos, me
advirtieron: - Tenemos orden de suspender el festival si suben mujeres al ring.
- Eso
está suspendido, vayan a mirar el cartel que hay en la boletería – les dije.
Fueron y
volvieron espantados. Me recriminaban que “mandara al frente” de ese modo al
intendente. No cambié nada y el cartel quedó ahí, cada cual debe cargar con su
responsabilidad y si esa noche alguien se sintió estafado, al menos no se
acordó de mi madre.
Como dije, “Nico”
Bardí se había ido a pelear con mi competencia, la gente de Alvear Oeste, que
tenía unas instalaciones muy buenas y una comisión muy activa. Le programaron
una pelea y allá fui a verlo. En ese festival, en la pelea de semifondo estaba
anunciado un “famoso” boxeador de Córdoba. Cuando apareció el cordobés tan
anunciado resultó ser un pibe que yo conocía de Huinca Renancó. Le decían “El
Vizcacha” y yo lo recordaba como lustrador de zapatos. Perdió la pelea en muy
malas condiciones. Al bajar del ring me reconoció.
- ¿A
vos qué te parece, Rubén, lo que me hicieron? – me preguntó. No sé si se
refería al acertado fallo de los jueces o a los golpes que había recibido, pero
lo alenté con algunas palabras.
“Nico” perdió por
puntos su pelea contra un adversario que no recuerdo. Unas horas más tarde lo
encontré en un boliche bailable. Estaba, como de costumbre en ese entonces, con
un vaso en la mano y medianamente borracho.
- Yo
tendría que haber seguido con vos… - me dijo apenado por su derrota y con un
tono de disculpa.
No se lo dije,
porque era boxeador, pero le respondí en mis pensamientos: - “Golpeá que te van
a abrir”.
Mientras tanto mi
amistad con Florentino Correa había crecido y le programé una pelea con Domingo
Alfredo Pennesi, un profesional de Tunuyán, si mal no recuerdo.
En esa pelea,
como en algunas anteriores, pelearía de semifondo Eduardo Guzzeta, ya como
profesional.
Para ese entonces
yo me había relacionado con gente de la Federación Mendocina de Box y con
Héctor Mora, reconocido boxeador olímpico, devenido en director técnico y
manager de varios profesionales de la ciudad de Mendoza. Con él acordé traer a
Pennesi para la pelea de fondo con Florentino y a “Tucho” Méndez para el
semifondo con Guzzeta.
Mientras
tanto, algo entusiasmado por la concurrencia del público (no tanto con los
réditos económicos) conseguí el teléfono de Diego Corrientes, director técnico
de Hugo Pastor Corro y arreglé una exhibición. Sería la primera presentación de
Corro desde que obtuviera el título mundial de los medianos al vencer a Rodrigo
Valdez, que había recibido esa corona al dejar el boxeo Carlos Monzón. Esa
exhibición sería entre Corro y “Violín” Salgado, en ese momento de gran
renombre, (También lo conocí en General Pico, junto a Galíndez, ambos jugando
al bowling en nuestro local)
El monto que me
pedían era prácticamente todo lo que aspirábamos a recaudar con esas presencias
internacionales. Esa exhibición quedó programada para unos quinces días después
de la citada pelea Correa – Pennesi.
Sigamos con el
relato del festival: Todas las peleas preliminares serian entre boxeadores de
Héctor Mora y locales. Viajé a Mendoza, traje los nombres y armé el programa.
Hice imprimir los afiches y llevamos toda la información a la radio, en ese
momento sólo LV23.
El programa
deportivo que se emitía todas las tardes era conducido por Alberto De Antonio y
hasta ese momento nos había promocionado bien.
Esa tarde cuando
llegaron los boxeadores de Héctor Mora descubrí que los únicos que coincidían
con lo programado eran “Tucho” Méndez y Domingo Alfredo Pennesi. El resto,
todos los amateurs eran nombres distintos a los que figuraban en los afiches
repartidos y en el programa anunciado en la radio.
Por la noche, al
empezar las peleas, la gente miraba los boletines que habíamos repartido y
decían, por ejemplo: - Ahora pelea Juan Pérez contra José Sánchez – pero el
presentador nombraba a Juan Pérez contra Fernández.
En la pelea
siguiente sucedía lo mismo, el boxeador local coincidía pero el de Mendoza era
otro que, además del nombre, parecía carecer totalmente de conocimientos
técnicos, lo que daba lugar a carreras por el ring, abrazos de cintura y otras
actitudes lamentables. Todas las peleas preliminares fueron desastrosas como
espectáculo, y si bien esas cosas a veces se toman como diversión y risas,
cuando son demasiadas comienzan a derivar en malestar en el público.
Llegó la pelea de
semifondo. Eduardo Guzzeta, muy preparado, debutaba como profesional contra
“Tucho” Méndez. Apenas empezado el combate advertí que algo no andaba bien.
Eduardo parecía estar frente a una bolsa de entrenamiento, resignada sólo a recibir
golpes. “Tucho” Méndez apenas atinaba a tratar de escapar dentro de los
acotados límites del ring. No lanzaba ningún golpe y recibía todos los que le
lanzaban. En el segundo round Héctor Mora consideró que era más positivo volver
con un boxeador maltrecho que con un cadáver, y tiró la toalla, señal de
abandono.
Más tarde,
durante la cena, “Tucho” me confesó: - “A mí me hicieron profesional, “mal”.
Queriendo ahondar
más en el significado de esa palabra “mal”, pregunté: - ¿Cuántas peleas tenés?
- Con
esta, dos – dijo.
Lo habían traído
como un boxeador profesional con sólo una pelea (perdida) de experiencia.
Faltaba la pelea
de fondo, entre Florentino Correa, en el papel de local, frente a Domingo
Alfredo Pennesi. Los boxeadores, debidamente anunciados, subieron al ring. Sonó
la campana y comenzó la pelea. Todavía estaban en el aire las últimas
vibraciones de la campana y la pelea había terminado con un fulminante
knockout. Florentino estaba en la lona sin miras de despertar.
Recordé instantáneamente
que en alguna parte había oído estas palabras: - “Florentino se tiene que
cuidar porque tiene la mandíbula de cristal”.
Ahora estaba
tratando de despertarse para abandonar el ring. El público se había
levantado y salían malhumorados, tirando las sillas y quejándose del
espectáculo. Todo había salido increíblemente mal.
Al otro día,
Alberto De Antonio comenzó su programa, diciendo: - Anoche vimos lo peor que se
ha ofrecido en boxeo en General Alvear.
- Y
si de mí depende, lo último – me dije, apagando la radio. Con esa publicidad no
podía arriesgarme en un nuevo festival, y mucho menos en el que tenía acordado,
con el entonces campeón mundial, Hugo Pastor Corro, en el que
solamente llenando podríamos aspirar a salvar los costos.
A la mañana
siguiente llamé a Diego Corrientes y suspendí la exhibición Corro – Salgado.
Con una nota,
avisé formalmente al Club Pacífico que dejábamos de organizar boxeo. No
podíamos seguir arriesgando dinero mientras todo parecía predestinar un futuro
fracaso. Ni mi hermano ni yo podríamos haber evitado ni previsto ninguno de los
errores y/o horrores que sucedieron. Los boxeadores vinieron cambiados por
responsabilidad de Héctor Mora, nosotros lo supimos la tarde anterior, cuando
ya nada se podía modificar. Tampoco podíamos prever que esos aficionados fueran
tan poco “aficionados” y esas peleas fueran tan desparejas. El hecho de traer
como profesional a un boxeador tan inexperto como “Tucho” Méndez tampoco fue
nuestra culpa. Del knock out de Florentino no había nada que alegar, eso está
sujeto a la suerte o habilidad de los contendientes y el promotor no puede
dirigir las cosas para que duren. Al menos en ese entonces y en Alvear, eso no
se podía.
Allí terminó
todo.
De ”Nico” Bardi
nunca más supe nada y si alguien sabe algo, ni se molesten en contarme.
Pasados unos años
volví a ver a Florentino. (De tanto ir y venir a Alvear también se había hecho
amigo de mis padres.) Trabajaba como cuidador de una plaza en San Rafael. No se
había alejado del boxeo, continuaba en actividad como entrenador y director
técnico de vario pugilistas de ese departamento.
Poco tiempo
después, estando en San Rafael, una señora me dijo: - ¿Te enteraste de la
tragedia de tu amigo?
Yo comencé a
recordar a todos mis conocidos de ese lugar, pero sin darme tiempo, la señora
me dijo: - Florentino Correa, tu amigo, anoche lo mataron.
Florentino tenía
un auto Ford A. La noche antes, unos jóvenes, desde la vereda, habían comenzado
a tirarle piedras al auto, que estaba estacionado en un garaje de la casa.
Florentino salió, seguramente repartió algunas trompadas y le respondieron con
puñaladas. Allí cayó, muerto en la vereda.
Cuando lo supe,
aún lo estaban velando en su casa, a media cuadra de donde yo estaba. Fui al
velorio. Había centenares de personas intentado entrar, pero lo logré. Allí
estaba mi amigo boxeador, durmiendo para siempre sus sueños de gloria.
Hasta aquí mi
paso por el boxeo, más bien por el costado comercial de ese deporte. El paso
del tiempo ha ido borrando de mi memoria los kilajes de las distintas
categorías y otros detalles del reglamento que en su momento manejaba tan bien.
Mañana a las seis
volverá a pasar la camioneta que me despierta. Vaya uno a saber qué recuerdos
llegarán con ese despertar.
Abril de 2014 -
Fragmento de mi Libro "Memorias Intrascendentes" (en
preparación)