miércoles, 22 de julio de 2015

“MASCARITA”

Acá, en la zona del lago, todos los queremos a “Mascarita”. Y lo vamos a defender siempre. Nadie nos va a convencer que es malo. Que la vida lo hizo parecer malo, puede ser. Pero en el fondo él es bueno.
Le decimos “Mascarita” de cariño, ¿vio?, yo le puse así porque cuando llegó no sabíamos su nombre y traía en la mano una máscara de hockey. 
También, ¿Qué iba a hablar, pobrecito, si traía una aguja de tejer clavada en el cuello y dos balazos en el pecho.
Fue una mañana de verano. Mientras yo estaba en el baño, mi señora salió al patio trasero, con el termo en una mano, el mate en la otra, y bajo el brazo, una bolsa con tortas fritas. En el verano siempre desayunamos en la mesita de troncos que tenemos allá, al fondo, bajo los pinos. Y ahí lo vio. Pegó la vuelta y al entrar, me dijo:
- Hay un tipo grandote sentado en uno de los bancos, allá en la mesa.
Yo me asomé y lo vi. Era muy grande y estaba doblado hacia adelante con una mano sobre el pecho, con la mirada en el piso, como pensativo.
Salí y me le acerqué con cuidado. Ahí le vi la sangre que le manchaba la camisa y los pantalones.
Me miró como pidiendo ayuda y, aunque ya sabía que estaba herido, le pregunté:
- ¿Qué te pasó
Levantó la cabeza y me señaló el pecho empapado en sangre. Y luego el cuello, del que asomaban diez centímetros de una aguja de tejer. El resto, estaba ensartada en su cuerpo.
Le perdí el miedo y mi señora también. Entre los dos le sacamos la camisa y ahí le vimos los agujeros. Eran dos balazos, muy cerca entre sí. Lo miramos por la espalda y ambos lo habían traspasado, aunque atrás no había salido mucha sangre. Le sacamos la camisa y mi señora lo limpió por los dos lados con un repasador mojado y luego lo secó. Ya no sangraba. Fue al jardín y volvió con dos hojas de Aloe Vera. Las cortó a la mitad, y con cinta aisladora que le traje, le pegó media hoja en cada orificio.
El tema de la aguja era más difícil. Fui al taller y me traje la tenaza. Me paré sobre el mismo banco donde él estaba sentado, tomé la aguja bien firme, y le dije:
- Loco, aguantá la respiración.
Tiré con fuerza y salió, limpita, casi sin sangre.
Se ve que la aguja, al estar en el cuello, le impedía hablar, porque ahí fue cuando, al tocarse esa herida, casi invisible, dijo sus primeras palabras.
- Un poquito de delicadeza no hubiera estado mal, ¿no?
Le pedí disculpas con un gesto. Mi señora lo miraba con satisfacción.
Se ve que los disparos no tocaron ningún órgano vital porque al rato ya estaba comiendo tortas fritas y mateando con nosotros y contándonos su triste historia.
Cuando era niño, una noche de Halloween, sus padres salieron y lo dejaron al cuidado de su hermana de dieciocho años. Él se disfrazó de Ratón Mickey y se cruzó a la casa de un amiguito de enfrente mientras veía llegar el auto del novio de su hermana.
Una hora más tarde regresó. En la cocina no había nadie. Subió a los dormitorios y allí estaba su hermana en la cama, con su novio. Eso se ve que le cayó mal. Y tenía razón, ¿no?, a nadie le gusta que se acuesten con su hermana. Por decirlo de un modo delicado.
La cosa es que bajó a la cocina, agarró un cuchillo grande, subió y los llenó de puñaladas a los dos.
Cuando salía de la casa llegaron los padres. Terminó internado en un manicomio para psicópatas peligrosos. Una noche de lluvia, siendo adulto, escapó de esa injusta reclusión.
Lo primero que hizo fue volver a su barrio. Todas las chicas jóvenes le recordaban a su hermana y le producían ganas de matarlas. Una noche, casualmente de Halloween, alcanzó a matar a algunas. Pero una de ellas, con muy mala intención, le clavó la aguja de tejer en el cuello. ¡Justo en el cuello¡ ¡No puedo imaginar ese dolor!
Por si eso fuera poco, apareció su psiquiatra con un revólver, y le metió esos dos tiros que le curamos nosotros.
Cayó por el balcón del primer piso y escapó por los bosques. Caminó y caminó hasta que llegó aquí, vio ese banco de madera y se sentó a esperar el sol.
Pobre loco, cuando terminó de contarnos su triste relato, mi mujer lloraba y le tomaba la mano. Yo permanecía callado, con un nudo en la garganta.
Ese día almorzó con nosotros, pero ahí, en esa mesa de afuera. Nunca quiso entrar a la casa. “Mascarita” siempre fue muy respetuoso, y por eso se fue ganando el cariño de los lugareños que fue conociendo. Algunos hasta le confiaban sus hijos y él los acompañaba a la escuela.
Aquí, alrededor del lago, vivimos muy pocas familias en forma permanente. En el verano llega gente, pero no mucha; algunos a pescar, otros simplemente a pasar unos días en un lugar bonito y acogedor. Si son familias con chicos o ancianos nos quedamos tranquilos. “Mascarita” es travieso, pero con esos no se mete.
El problema de él es que nunca se recuperó de ese raye que tiene con las chicas jóvenes, ¿vio? Y si vienen chicas medio “elástico flojo” (Usted me entiende) ahí ya se pone incontrolable.
Así que, cuando vemos llegar grupos de adolescentes muy ruidosos y en parejas, ya sabemos que algo puede pasar.
“Mascarita” recorre todas las casas de los lugareños y duerme donde lo agarra la noche; pero cuando viene aquí suele dormir en ese galponcito que hay allá, al fondo. Ahí guardamos la leña; él nos trae leña siempre, es muy agradecido con nosotros.
Al lado de la puerta de ese galponcito, en un clavo, yo siempre cuelgo mi machete. “Mascarita” también deja ahí, colgada, su máscara de hockey. Así que, cuando veo que no está el machete ni la máscara, ya sé que vamos a tener problemas y, cuando me cruzo con algún vecino, le aviso.
Eso sí, “Mascarita” se manda su buenas macanas, pero es un muchacho muy descuidado. Siempre vuelve con heridas gravísimas. Le han hecho de todo, pobrecito. Le han pegado tiros, lanzazos, lo han atropellado con el auto, lo han incendiado, lo han ahogado y hasta un rayo le ha caído. Eso sí que es mala suerte, habiendo aquí tantos árboles, venir a caerle un rayo justo a él.
En fin, la cosa es que siempre se ha salvado, ya sea con nuestros cuidados o los de nuestros vecinos. Tiene una capacidad de cicatrización increíble. Desde que lo quemaron en la cara usa la máscara en forma permanente; le da vergüenza, pobrecito, como ha quedado, arrugadito. Mi señora le puso Pancután y Aloe Vera, pero no hay caso, quedó feo nomás. Y eso se ve que lo puso más loco.
Pero como le dije, nosotros siempre lo vamos a defender y a ocultar. Cuando ha venido la policía a preguntar, nadie vio nada. Que busquen ellos que para eso se les paga.
Lo que pasa es que esos jóvenes que vienen acá, en pareja, parece que los hubieran elegido. Las chicas andan apenas vestidas, y re provocativas, todas sin corpiño. Uno es hombre ¿vio?, pero medio que se pasan, acá también hay chicos. Y los muchachos, peor, cada uno más tonto que el otro. ¿Cómo al pobre “Mascarita” no le van a dar ganas de matarlos?
Hace poco le contó a mi señora que su nombre verdadero es Jason. No le dijo el apellido, ya le dirá en su momento, pobre, ha sufrido tanto ese muchacho.  

¿Y dice usted que ahora, con lo poco que se sabe de él, van a hacer una película? No sé, no creo que eso funcione. 


Rubén Antolín Heredia 
(22 de julio de 2015)