Sebastián,
malhumorado, miró la hora.
- Las cinco
de la mañana – musitó mientras atendía el llamado de su teléfono celular. Sólo
alcanzó a decir: - Hola – cuando una voz imperiosa lo interrumpió:
La voz de
su patrón, cliente y amigo sonaba nerviosa, y ese pedido, viniendo de él, era
prácticamente una orden ineludible. Desde el inicio de su carrera de abogado,
gran porcentaje de su trabajo había sido aportado por los casos de toda índole
que Gerardo, su amigo de la infancia, casado con una joven heredera, le había
ido confiando. Gerardo, recientemente, al morir su suegro, había tomado la administración
de todas las empresas de su esposa y lo había nombrado asesor legal “full time”
con un alto sueldo.
-
Salgo para allá – contestó cortando la llamada con una
mano y extendiendo la otra hacia el pantalón que colgaba de una silla.
- ¿Quién
llamó? – preguntó somnolienta la muchacha que lo acompañaba.
-
Gerardo. Tengo que ir hasta su casa.
-
¿Gerardo? Son las cinco, ¿pasó algo? ¿Se habrá
enterado de lo nuestro? – preguntó ella abriendo los ojos, asustada.
-
No creo. Deber ser algún otro problema.
-
¿Sigo durmiendo?
-
Sí. Si veo que me voy a demorar, te llamo. Si no lo
hago, andá al trabajo y allá te cuento – contestó Sebastián saliendo de la habitación
hacia el baño.
-
Se armó el lío. Vamos a ver qué pasa ahora – se dijo
mientras se arreglaba. Sabía muy bien cual era el motivo de la llamada de su
amigo. Gerardo había tenido una gran pelea con su esposa. Alguien, anónimamente,
le había hecho saber a ella que su marido mantenía amores con Noemí, su
secretaria. Sebastián conocía todo desde el principio. Él mismo había sido
quien, por medio de una vieja amiga, había hecho saber, telefónicamente, la
verdad de esa aventura. Y Noemí, la secretaria de Gerardo y la protagonista
principal del escándalo, era la muchacha que había quedado durmiendo en su cama.
No quería seguir compartiendo ese cuerpo joven y cálido que tan bien se
adaptaba al suyo. La idea de descubrir a su amigo ante su esposa tenía como
objeto la finalización de esa relación forzada que, según le había confiado la
muchacha, no podía finalizar por temor al carácter autoritario y violento de
Gerardo.
-
Ahora va a tener que dejar tranquila a Noemí. Incluso
va a tener que despedirla. Yo me voy a ofrecer a darle trabajo en mi estudio
particular, y allí, cada vez que Gerardo intente una comunicación con la
muchacha, se lo haré saber a la esposa, del mismo modo que lo hice ahora.
Con esos
pensamientos puso en marcha su auto y salió rumbo a la casa de Gerardo.
No era lejos.
En pocos minutos estuvo frente a la vieja, pero cuidada, mansión familiar que
había albergado a cuatro generaciones del mismo apellido e igual fortuna.
Le sorprendió
encontrar abierto, a esa hora, el gran portón de hierro forjado que daba
entrada al espacioso parque que rodeaba la construcción principal.
En cuanto
detuvo el auto, Gerardo salió de la casa y se le acercó.
-
Está abierto el portón – le hizo notar Sebastián.
-
Sí, yo lo dejé abierto, recién llego – contestó Gerardo.
-
¿Pasó algo? No vi al sereno ni a los de seguridad.
-
No están. No hay nadie. Estoy solo. Les di franco a
todos – dijo Gerardo indicándole con un ademán que entrara.
Cuando
estuvieron en la cocina, Gerardo sirvió dos grandes tazas de café y luego,
sentándose frente a su amigo, dijo:
-
Lo hice.
-
¿Qué cosa? – preguntó Sebastián entrecerrando sus aún
adormilados ojos.
-
La maté.
Sebastián
sintió que su corazón se detenía. Con voz apenas audible, preguntó:
-
¿Qué decís? ¿La mataste? ¿A quién?... ¿A... Irene,
tu... esposa?
Gerardo,
mientras tomaba café y con una frialdad que sorprendió a Sebastián, contestó
con un gesto afirmativo de sus ojos.
-
Pero... ¿estás loco? ¡¿Cómo lo hiciste?! ¿Y cuándo?
-
Esta noche. Todo sucedió esta noche. Recién llego de
enterrarla.
-
¿La enterraste? ¿Adónde?
-
No lo sé. En algún lugar cercano a la ruta.
-
Pero... ¿Cómo? ¿La enterraste y no sabés dónde? – preguntó
Sebastián entre aterrado y desconcertado.
-
No memoricé el lugar. No quise observar ningún detalle
que pudiera hacerme acordar del lugar exacto.
Sebastián
bajó su vista hasta el piso y se tomó la cabeza, confundido.
-
Esperá. Esto es muy grave... Contame todo desde el principio.
¿Cómo fue?
-
¿Cómo la mate?
-
Sí, contame todo...
-
Le apreté el cuello. Fue fácil. Creí que demoraría
más. Pero fue rápido. No sufrió.
-
Pero... ¿y por qué? Ustedes se llevaban bien...
-
Tenés razón... No llevábamos bien,... hasta que anoche
ella se enteró de lo de Noemí.
-
¿Lo de Noemí? ¿Se enteró lo de... tu secretaria y vos?
– preguntó Sebastián simulando sorpresa.
-
Alguien se lo dijo por teléfono. Ya averiguaré quién.
Por ahora no importa.
-
¿Se lo dijeron por teléfono? ¿Y cómo reaccionó ella?
-
De la peor forma. Me dijo que iba a divorciarse. Pero
antes de eso pensaba destituirme de mi cargo de presidente de las empresas.
-
Pero... ¿Y no había posibilidad de arreglar las cosas?
Ella te quería mucho... Si le hubieras explicado...
-
¡Nooo, estaba decidida! Me iba a hacer mierda. Te lo
aseguro, no me dejó otra salida.
-
Pero... matarla... ¿Vos has pensado en el lío en que
te has metido? ¿Cómo pensás arreglar esto?
-
Para eso te llamé... – dijo Gerardo, agregando: - ¿Ya
pensaste algo?
Sebastián
movió la cabeza, incrédulo. Nunca había calculado que su idea pudiera derivar
en ese trágico resultado. Se sentía responsable de todo lo ocurrido. Y ahora
Gerardo, sin sospechar de su intervención, le estaba pidiendo que concibiera el
modo de salir airoso de la barbaridad que acababa de hacer: un asesinato en
primer grado, agravado por el vínculo.
-
Es difícil. ¿Qué le vas a decir a su familia y a todos
los que la conocían? ¿Que se fue de viaje de improviso?... Está muy gastado.
Van a sospechar inmediatamente que la mataste. Te van a investigar. Van a venir
a revisar esta casa. Una mínima prueba que encuentren... y vas preso por quince
o más años. No es tan fácil ocultar una cagada como esta... – dijo Sebastián.
-
Ya veo que la carrera de abogado no agrega inventiva
al cerebro de los estudiantes. A ver qué te parece esto. Es un plan que creo
puede funcionar. Le he dado vueltas y vueltas y creo que puede andar,... pero
necesito tu ayuda – dijo Gerardo, agregando inmediatamente con un guiño: - y
vos sabés que a esos favores grandes, yo los pago bien...
Sebastián
no contestó inmediatamente. Volvió a recordar a Noemí, la mujer que dormía en
su cama. Gerardo le estaba pidiendo un favor inmenso, por lo complicado y
riesgoso. Sebastián sabía que su profesión lo protegía de cualquier acusación
de complicidad en que pudiera derivar ese caso. Pero igualmente las dudas lo
oprimían.
-
A ver... ¿cómo es ese plan? - preguntó resignado.
-
Te lo sintetizo: La base es esta: A mi mujer la
secuestraron. Ella tiene plata, es creíble que eso pase. Me enviaron una nota
pidiendo un rescate de mucha guita y diciendo que si avisamos a la policía, la
van a matar. Yo, desesperado, aviso a la policía. No volvemos a tener contacto
con los secuestradores. Ella no aparece. No sabemos dónde está, ni qué hicieron
con ella. El tiempo pasa, y ella no aparece. Sólo podemos pensar que la
mataron...
Sebastián
no pudo dejar de sorprenderse con la idea. Efectivamente, estaba muy bien elaborada.
Y sonaba creíble.
-
No está mal. ¿Y dónde entro yo?
-
Vos tenés que ayudarme con la nota, que va a ser el
único contacto que vamos a tener con los secuestradores. La vamos a hacer ahora
con letras recortadas de revistas. Después te vas hasta la sucursal del correo
más lejana que encontrés y la mandás a mi oficina. Así llega esta misma mañana.
Yo la leo, me desespero, te llamo, me aconsejás avisar a la policía. Yo lo hago
y lo que sigue es esperar que pase el tiempo. Algún día el juez va a tener que
suponer que la mataron... y soy el único heredero. No tenemos hijos... Ella es
hija única...
-
Mirá... la idea está bien. Es probable que suene
creíble, pero... ¿vos estás seguro que nadie puede sospechar que vos podrías
tener algún motivo para matarla? – preguntó Sebastián, agregando: - Mirá que
sos el principal beneficiado. En cuanto vean que no aparece, te van a investigar
antes que a nadie.
-
Nadie me ha visto jamás peleando con ella. La
discusión por este tema de Noemí fue en nuestro dormitorio, solos, en la planta
alta. Nadie escuchó esas palabras.
-
Y bueno,... es un riesgo, pero... no queda otra que
intentarlo. Buscá algunas revistas,... pegamento y una tijera.
Gerardo salió
de la cocina por unos minutos y regresó con varias revistas y los demás
elementos necesarios para armar la nota.
Media hora
más tarde la carta estaba lista para ser enviada. Gerardo leyó en voz alta:
-
“Señor Gerardo Herrera: Tenemos a su esposa. No la busque,
no diga nada y por sobre todo, no avise a la policía. Prepare un millón de
dólares en billetes usados. Pronto le vamos a indicar cómo se los vamos a cambiar
por su esposa. Recuerde: Una sola palabra a la policía y vaya olvidándose de su
esposa.”... ¿Qué te parece?
-
Y,... suena creíble... Vamos a ver qué dice la policía
cuando la lean.
-
¿Vos creés que puedan haber quedado huellas digitales?
– preguntó Gerardo frotando la carta con una servilleta de papel.
-
No importa. Vos la vas a leer primero y después yo. Es
natural que en ese momento dejemos nuestras huellas.
-
Tenés razón. La dejo así. Ahora andate a enviarla, lo
más lejos posible pero dentro de la ciudad, así la reciben esta mañana en la
oficina. Yo voy a ir a eso de las once. La leo, hago un poco de circo, para que
Noemí vea mi desesperación, y te llamo. Cuando llegués, llamamos a la policía y
les pedimos que no intervengan, que vamos a pagar el rescate. Lamentablemente
los secuestradores se enteran de que la policía sabe lo sucedido y, para no
correr riesgos, la matan y la entierran por ahí. Y listo, nunca más se supo de
ella.
Sebastián
salió de la casa, subió a su auto y minutos después, por la autopista, se
dirigía hacia el otro extremo de la ciudad.
Cuando
se sintió lo suficientemente lejos, preguntó en una estación de servicio y allí
le señalaron una oficina de un correo privado. Una vez en el lugar, compró una
estampilla para una carta simple y regresó al auto. Pegó la estampilla y luego,
con cuidado de no ser observado desde el interior de la oficina, depositó la
carta en el buzón instalado sobre la vereda. Después volvió al auto y se
dirigió a su casa.
Noemí
ya se había retirado temprano hacia el trabajo.
-
Dentro de un rato va a recibir la carta – pensó
mientras se preparaba una taza de café.
Después
de un desayuno liviano, se duchó y se cambió de ropas. Generalmente entraba a
su oficina, ubicada en el mismo edificio donde trabajaba Noemí, alrededor de
las nueve de la mañana, pero decidió hacer una última visita a Gerardo, para
confirmarle sobre el envío de la carta y ultimar algún detalle que hubiera quedado
sin prever.
Llegó
a la mansión, que permanecía con su portón abierto, y entró.
Acababa
de bajar de su auto cuando otro vehículo, que Sebastián reconoció de propiedad
de Gerardo, ingresó al amplio patio y se detuvo. Cuando la mujer que manejaba
abrió la puerta y bajó, Sebastián sintió que sus piernas se aflojaban. Era
Irene, la supuestamente asesinada esposa de su amigo.
-
Hola, Sebastián, ¿buscás a Gerardo? – dijo ella,
sonriente.
-
Sí,... tenía que... consultarle algunas cosas –
balbuceó Sebastián sin entender nada de lo que veía.
-
¿Te sentís bien? Estás pálido... – le hizo notar ella.
-
Sí, puede ser... Creo que me ha bajado la presión... –
dijo Sebastián.
-
Pasá a la sala, ya te lo llamo a Gerardo y te hago
servir un café. Eso te va a hacer bien – dijo ella entrando.
Sebastián la
siguió lentamente al interior de la casa mientras trataba de adivinar qué era lo
que verdaderamente había ocurrido. La mujer estaba viva y muy saludable.
Gerardo, evidentemente le había mentido, pero ¿para qué? ¿Sabría de su participación
en esa llamada? La mujer no parecía de mal humor, como se suponía debería estar
alguien que ha recibido la noticia de una infidelidad. Además no podía entender
por qué Gerardo acababa de hacerle enviar una carta sin sentido.
Se sentó en
uno de los grandes sillones y trató de relajarse. Quince minutos más tarde
sintió a Gerardo bajar por las escaleras.
Cuando lo
tuvo enfrente lo miró a los ojos con un gesto serio.
-
Espero que tengas una buena explicación para lo que
has hecho – le dijo.
-
¿A qué te referís? – preguntó Gerardo sorprendido.
-
Me mentiste. Tu mujer está viva – dijo Sebastián
bajando la voz.
-
No te mentí. Sólo me adelanté a contarte algo... antes
de que sucediera – dijo Gerardo con la misma pasividad con que unas horas antes
le había contado esa falsa historia.
-
¿Cómo “antes de que sucediera”? ¿Qué querés
decir?
-
Mi mujer está muerta. Acaba de morir hace un momento...
del mismo modo que te había contado.
-
¿Cómo? ¡¿Querés decir que... la mataste ahora, cuando
subió a buscarte?! – exclamó Sebastián poniéndose de pie y subiendo, casi a la
carrera y sin pedir autorización, la escalera que conducía al dormitorio principal.
En cuanto
entró, vio a la mujer sobre la cama. Tenía un pañuelo fuertemente atado sobre
el cuello. Iba a tocarla pero el brillo opaco de sus ojos semiabiertos le dijo
que no había nada que hacer.
-
¿Ves que no te mentí? Sólo me adelanté unas horas...
Ahora ya está todo en orden... Sólo falta que me ayudés a enterrarla, estaba
pensando... – empezó a decir Gerardo que lo había seguido hasta la habitación.
-
¡Vos estás loco! ¡Estás reloco! ¡La mataste ahora!
Ella llegó recién, habló conmigo y subió... Y la mataste. Igual que me habías
dicho antes... – exclamó Sebastián indignado.
-
Es cierto, me apresuré a contarte algo que en ese momento
era sólo un proyecto,... pero ahora es una realidad. No cambia nada... Ahora ambas
cosas son pasado... y coinciden. Todo es verdad. Y ¿sabés una cosa? No me
siento culpable. El verdadero culpable es el que le llamó por teléfono para
decirle lo de Noemí. Ése fue el que armó todo este lío.
-
Pero... – recordó Sebastián –, cuando Irene llegó no
parecía molesta, ni siquiera malhumorada...
-
Oh, ella era muy reservada y orgullosa. Jamás se
hubiera permitido demostrar algo ante vos. Si la hubieras visto anoche no
pensarías igual. Estaba indignada. Cuando vos llegaste, ella había salido a
hacerse tomar la presión. Cuando se ponía nerviosa, le subía mucho. Ahora ya no
sufre por eso ni por mi infidelidad. Sólo falta enterrarla... Para eso necesito
que me ayudés... Sabés que tengo el corazón un poco jodido y no me puedo agitar
mucho. Es un pozo grande... y no puedo llamar al jardinero. Ah, eso quería
decirte,... cambié un poco la idea... La vamos a enterrar acá, en el jardín
trasero... A ella le gustaban mucho las flores... – recordó Gerardo mirando por
la ventana hacia los distintos canteros repletos de plantas y flores de todo
tipo y color.
Sebastián
sintió que estaba atrapado en un problema que no podía eludir. Y
lamentablemente, tal cual había dicho Gerardo, justificándose, era un problema
que él mismo había creado. Cualquier cosa que hiciera, que se alejara del plan
elaborado por Gerardo, lo incluiría irremediablemente en el delito. Lo
estremeció la posibilidad de ser encarcelado, acusado de una complicidad
semejante. Maldijo la hora en que se le ocurrió urdir ese plan para alejar a
Gerardo de Noemí. Después, lentamente y en silencio, se quitó el saco y lo
colgó prolijamente sobre una silla. Observó una vez más a la hermosa mujer,
muerta sobre su propia cama. La mirada indiferente de sus ojos azules parecía
transmitirle una inexplicable sensación de resignación. Respiró profundamente.
Luego tomó la pala que su amigo le alcanzaba en ese momento, y lentamente, bajó
las escaleras rumbo al jardín.